Nacemos, y nuestra presencia invade de dicha otras vidas. Crecemos, y explotamos a una vida consciente y alegre. Comienzan nuestras primeras relaciones con la familia, con los amigos de infancia, vivimos un tiempo feliz. Ya jóvenes, surgen nuestras primeras grandes relaciones, algunas de por vida. Ejercemos actividades profesionales o voluntarias, que en ocasiones resultan creativas y con ellas contribuimos a que nuestros entornos mejoren. Tenemos descendencia y ellos siguen la estela, la que nosotros y nuestro entorno les procuramos, y van haciendo su camino, aquel que, en su día, ya recorrimos. Parecido, pero siempre diferente.

La vida sigue, el tiempo pasa rápido. Vamos envejeciendo, el otoño de nuestra vida hace decrecer el ritmo de aquella explosión de actividades, frenética en ocasiones. Algunas se van extinguiendo, en todo caso, también nuestra vida va entrando en modo pausado, sereno y experimentado. Advertimos que nuestra presencia es menos necesaria en aquello que pareció dar más sentido a nuestra existencia, aunque en nuestro interior percibimos una senectud con mucha vida, en la que seguimos aprendiendo más por experiencia que por nuevos conocimientos. Y no nos sorprende que lo que acontece, a veces, ya lo habíamos intuido. Nuestra capacidad física disminuye. Pero en otros campos de la vida, menos visibles, experimentamos una explosión de sentimientos y conocimientos acumulados y también la voluntad de devolver a la vida lo que de ella hemos recibido. Y finalmente Algo, que no conocemos. O quizá nada, porque no es posible creer y no dudar. Está bien así, es nuestro sino. Será bueno haber legado alguna impronta positiva, que hayamos intentado mejorar la vida de alguna muy pequeña parte de la humanidad, de manera que se pueda seguir construyendo un mejor futuro para otros, que vendrán. Y que el ciclo de la vida gire en mejor dirección. La humanidad hereda lo que hicimos, y agradece, anónimamente y sin identificarnos, haber recibido algo bueno de nuestras vidas, ya pasadas.

Entender el paso del tiempo. Aceptarlo, incluso disfrutarlo. Este es el secreto de la vida, aquel que uno descubre durante su invierno. Aquel que Hedy Lamarr vivió durante su cruda vejez, tras una primavera y un verano en el que fue feliz e infeliz, en el que nos dejó un legado propio de un genio prodigioso.