Los oscarizados Faye Dunaway (Network) y Dustin Hoffman (Kramer contra Kramer y Rain Man) protagonizaron en 1970 el film de Arthur Penn Pequeño gran hombre, un original western que, en clave tragicómica y con un largo flashback, narra las andanzas de un anciano de raza blanca que convivió durante largos años con una tribu cheyenne que le concedió su nuevo nombre (Little Big Man).

El título de la película viene al caso –a partir de una curiosa y particular asociación de ideas– de la decisión del president Pere Aragonès de convocar nuevas elecciones el próximo 12 de mayo tras haberse rechazado en el parlamento los presupuestos de Catalunya.

En el convulso panorama político presente en el que los ámbitos de acción y desarrollo institucional estatal, autonómico e incluso municipal parecen estar cada día más interrelacionados y ser cada vez más interdependientes, las presiones del dirigente republicano a Yolanda Díaz para que sus socias de En Comú Podem aceptaran, aunque fuera en el último suspiro, las cuentas públicas, tuvieron un resultado baldío.

Ante esta circunstancia, varias opciones eran posibles: decidir unilateralmente la prórroga presupuestaria, intentar abrir un nuevo tiempo negociador a fin de presentar un nuevo proyecto presupuestario o convocar elecciones en base a las facultades que ostenta como jefe del ejecutivo catalán.

Cierto es que, dados los enormes y acuciantes problemas socioeconómicos por los que atraviesa Catalunya (financiación, déficits en el sistema de transporte, sequía generalizada, inseguridad ciudadana, etc.) no parecían factibles las dos primeras opciones pero, sin embargo, la fecha convenida para llamar nuevamente a las urnas a la ciudadanía nos traslada al campo de la pequeña política o, mejor dicho, nos sitúa en el momento previo en que el terreno de juego político-institucional se convierte en un erial sin provecho para el logro de grandes objetivos. ¿Por qué? Porque el molt honorable president pudo haber elegido otro día del calendario en el que catalanas y catalanes contaran con un panorama más claro, una mejor composición temporal a la hora de depositar su voto soberano en las urnas. Pudo, por ejemplo, haber hecho coincidir la cita electoral catalana con las elecciones europeas del 9 de junio. Pero no lo ha hecho. Han primado otros intereses.

Una vez aprobada en el Congreso de los Diputados la ley de amnistía, que posibilitará la anulación de procesos judiciales y condenas en firme a militantes que lucharon pacíficamente por la causa de la libertad de su pueblo, sabido es, por anunciado, que el Partido Popular va a demorar en el Senado la materialización de dicha ley por espacio de dos meses. Y sabido también, por los propios antecedentes del procés, que buena parte de la judicatura española va a tratar de poner, contraviniendo nuevamente su esencial imparcialidad, todos los obstáculos posibles a la aplicación práctica de dicha legislación.

Por ello, la elección del 12 de mayo como fecha electoral responde, en mi humilde opinión, a un ejercicio de tacticismo y cálculo político cortoplacista y egoísta que busca perjudicar deliberadamente las opciones de Carles Puigdemont (o de otros posibles candidatos como Toni Comín) para que, en caso de victoria, sea investido nuevamente como máximo responsable del gobierno catalán en los plazos naturales. La decisión, parece haber querido jugar en el backstage, con la posibilidad de que una rápida cita electoral conllevase la renuncia del presidente exiliado a presentarse habida cuenta de que la demora judicial en la aplicación de la ley de amnistía pudiera imposibilitar su investidura (que, como es conocido, debe ser presencial). Y tampoco es descabellado pensar que alguien ha incorporado en su esquema argumental para elegir el 12 de mayo la alta probabilidad de que los Llarena o García Castellón de turno dilaten hasta el último momento, aprovechando cualquier atisbo de resquicio, la aplicación de la ley de amnistía tras su publicación en el Boletín Oficial del Estado (BOE).

Siendo legal la decisión del president Aragonès, siendo respetables las aspiraciones de Esquerra Republicana de Catalunya de querer detener su retroceso cada vez más palpable en las encuestas y reeditar a la mayor brevedad posible el pacto ERC-PSC, no parece un ejercicio político de altura de miras, no parece tener altas dosis de legitimidad moral, el querer sumir de lleno a la ciudadanía catalana en un proceso electoral que transitará en paralelo a la tramitación parlamentaria última en Cortes españolas de la ley de amnistía. No parece muy adecuado que la sociedad de Catalunya tenga que participar en un calendario de elecciones mediatizado, y de qué manera, por la presión de una especie de final de cuenta atrás que determinará las posibilidades concretas de desarrollo normal de un pleno de investidura. No parece que el señor Aragonès haya interiorizado la generosidad que requiere el actual tiempo histórico en su país.

La política, y más aún cuando lo que está en juego es el derecho a poder investir y ser investido en pie de igualdad primer representante de una nación, no puede estar sujeta al deseo de victoria por encima de todo. Las victorias obtenidas de esta manera dejan de ser auténticos triunfos y convertirse en simples pequeñas victorias pírricas (en alusión a la victoria de Pirro de Epiro frente a los romanos en el siglo III a.c., que le llevó a perder miles de hombres y a manifestar aquello de “con otra victoria como ésta, estoy perdido”.)

La campaña catalana tendrá tintes épicos y un carácter, tal como ha expresado Pilar Rahola, plebiscitario. Personalmente, me queda el lamentar que, políticamente hablando, alguien pueda estar transformándose en un Pequeño hombre pequeño. Con todo… ¡Visca Catalunya Lliure! Doctor en Historia