En pocas semanas entramos en un nuevo ciclo electoral que marcará el próximo cuatrienio de nuestras vidas, cuando menos, dado que los procesos electorales en cuestión interesan al ámbito autonómico propio, así como al catalán y europeo.

Y todo ello en una situación geopolítica, -no por reiterarla, menos cierta-, complicada y compleja. Enmarañada, tanto por si misma como por la intensidad y cantidad de información que recibimos y que, a veces, resulta difícil asimilar, analizar y, por lo tanto, decidir qué opciones de gestión pública nos parecen más adecuadas.

Para poder realizar una elección que además de satisfacernos personalmente empuje una opción sólida y eficaz para el futuro próximo, sugiero tener claros dos planos distintos, pero absolutamente complementarios.

El primero de ellos se refiere a los agentes políticos, es decir, a los partidos. En mi opinión, como ciudadanos debemos optar por partidos y exigirles también, que, cuando menos, se caractericen por contar y demostrar una fiabilidad suficiente y experiencia en la gestión pública.

Cabe añadir, además, el mantenimiento de una actitud centrada demostrable, y que, alejada de aventurerismos, no haga un uso permanente de la mentira como principal propuesta política.

Por otra parte, es importante que ofrezca una capacidad demostrada de negociación, creando espacios de acuerdo, y, por último, un compromiso real, histórico y profundo con la Unión Europea.

Estas características han de posibilitar la puesta en marcha de dinámicas y actuaciones que hagan frente, cuando menos, a una sociedad que se expresa, –como se ha dicho en muchas –, con una complejidad geopolítica desconocida, incluidas las guerras. Y no solo me refiero a las guerras convencionales, sino a las existentes para obtener y ejercer un poder máximo del que pongo dos ejemplos. Por un lado, el narcotráfico, con su dimensión financiera importante, blanqueo incluido, e influencia social indudable, y, en segundo lugar, la ruptura del multilateralismo. Bien es cierto que existen multitud de ejemplos en un mundo en el cual habitamos 8.000 millones de personas, las cuales deterioramos el medio ambiente, así como nuestra capacidad de alimentarnos naturalmente y que debemos actual con un sentido real de la responsabilidad, más allá del hedonismo.

Los elementos que constituyen la base del segundo plano al que me he referido con anterioridad, podemos identificarlos con el entorno y marco donde se desarrolla la política Allí, donde los partidos aplican sus programas y métodos y que resultan claves para diseñar las acciones que cuenten con una probabilidad aceptable de solucionar los problemas y deseos de los ciudadanos.

¿De qué hablo cuando menciono el marco? En concreto, me refiero a la batería de valores y reglamentaciones que definen la realidad de un espacio político-administrativo, sea este local, nacional, multinacional o supranacional. Simplificando, podemos encontrar tres modelos de marco:

  • El neoliberal, preferente para las opciones situadas en la derecha política, y que aboga por un sector público mínimo, en presencia, actuación, dimensión y volumen.
  • El socialdemócrata y socialcristiano, en el cual se sustenta el amplísimo espectro político llamado centro. El sector público corrige los defectos del mercado, distribuye la riqueza y trata de minimizar las diferencias sociales, en términos de renta y de acceso a servicios y bienes básicos.
  • El neocomunismo, identificado con la posición de aquella izquierda política que, sin eufemismos, aboga por establecer la propiedad de todos los medios de producción por parte del sector público. En la terminología actual, es lo que se llama el capitalismo de Estado.

En este punto, conviene establecer qué consideramos como funciones básicas del sector público, es decir, de la Administración del Estado. Creo no equivocarme, al afirmar que Las funciones exigibles por parte de la ciudadanía mayoritaria se centran en el espacio socialdemócrata/socialcristiano y ello, sin perjuicio, de que los mecanismos de funcionamiento de esos espacios sean claramente mejorables en su definición y utilización.

Propongo sustanciar esas funciones en las siguientes:

  • Suministrar bienes públicos básicos. Sanidad, educación e infraestructuras serían ejemplos clásicos, pero no únicos.
  • Impulsar acciones estratégicas, de largo plazo, como pueden ser sectores económicos o educacionales, fundamentales para posibilitar un desarrollo social sostenible. Para ello no cabe obsesionarse con el poder puro y simple, sino consolidar posiciones de influencia y prestigio.
  • Acompañar al sector privado en el desarrollo de actividades económicas estratégicas y de alto riesgo en sus inicios. Midamos este riesgo por el volumen de inversión, bajo rendimiento o alta incertidumbre, en sus comienzos. Especialmente, me refiero en todo aquello que se encuentra en el entorno de la I+D+i transversal.
  • Regular y desarrollar el mapa legislativo que ordene las relaciones público- privadas, y las de todos los agentes sociales, colectivos e individuales.
  • Vigilar el estricto cumplimiento de la ley, por parte de todos. Lo que implica hacer realidad la igualdad universal ante la ley. Igualdad, hoy por hoy, ausente.
  • Sancionar con toda la contundencia que determine la ley, el incumplimiento de la misma.
  • Velar de manera efectiva por la seguridad legal, social, y de la convivencia.

Todo ello, ¿qué finalidad tiene, cuales son los objetivos de las funciones mencionadas?

Propongo esta selección:

  • Generar bienestar y seguridad a la mayoría de los ciudadanos.
  • Ofrecer la mayor igualdad de oportunidades posible para todos los ciudadanos.
  • Situar en el centro de las acciones y políticas al conjunto de ciudadanos, no solo a los afines, ni a las élites.
  • Buscar el mayor valor positivo posible de la relación coste/ beneficio, y no solo ha de tenerse en cuenta la rentabilidad financiera.

Termino estas reflexiones coincidiendo con la celebración del 50 aniversario de la ejecución por parte de Franco del anarquista catalán Salvador Puig Antich. Por ese recuerdo, considero necesario que apliquemos mínimamente la batería de ideas planteadas, desde la perspectiva de la cabeza en lugar de la del corazón. Las mayorías serían más sólidas y eficaces y frenaríamos, en parte, corrientes ideológicas y de comportamiento similares a las imperantes en la “piel de toro” en 1974.