Hay un hilo conductor que conecta el germen del europeísmo del periodo de entreguerras con la cúspide del proceso de integración europeo; la Europa de Zweig y la Europa de Mitterrand. Ese hilo conductor es el convencimiento de que el nacionalismo “es la peor de todas las pestes (…) que envenena la flor de nuestra cultura europea”, de que el nacionalismo “es la guerra. La guerra no es sólo el pasado, puede ser también nuestro futuro”. Si algo ha sido el proyecto europeo es militante anti nacionalista.

Sin embargo, los partidos que con orgullo se definen nacionalistas han tenido un gran apoyo social, político y mediático en España. Imagino que atraídos por algo que a duras penas se entiende, algo que resulta lejano y hasta cierto punto exótico, los medios, políticos e incluso la sociedad civil española ha otorgado a los nacionalismos catalán y vasco una pátina de exitosa legitimidad.

Resulta cada vez más evidente lo difícil que es entender el nacionalismo desde fuera de Cataluña o del País Vasco. Es difícil comprender que los nacionalistas no tienen como objetivo el bien común, sino perpetuar su huella, ensanchar la trinchera. Lo único que les mueve es el esfuerzo por perpetuarse, por seguir siendo; y para ser, los otros tienen que ser menos. La identidad nacionalista es un juego de suma cero.

Los nacionalismos buscan únicamente los apoyos de casa. El resto es irrelevante. El resto es, para bien o para mal, colateral.

Para Arnaldo Otegi son tan colaterales las víctimas de ETA como la reforma de la ley de vivienda. Los secuestrados, mutilados, extorsionados y exiliados son efecto colateral, como lo es también la subida del salario mínimo. Su objetivo: perpetuarse, ensanchar la trinchera.

El PNV nunca ha trabajado por una España mejor. Trabajan, como lo hace también Junts, por lo contrario. Una España débil, arruinada, es un lugar en el que no se quiere vivir. Una España malvada, egoísta, que vulnera los derechos milenarios de los pueblos oprimidos, es un lugar demasiado espantoso como para querer seguir en él. Imaginan una España peor, y hacen lo posible para alcanzar esa distopía. Anhelan ese lugar, y algunos quizás ni siquiera lo sepan. Su objetivo: perpetuarse, ensanchar la trinchera.

Los decretos recientemente aprobados in extremis en un Congreso travestido de Senado, no benefician a España porque generan dudas, porque dibujan un país débil, ingobernable, a expensas de los caprichos arbitrarios de un tipo que, hoy por hoy, sigue siendo un delincuente fugado. Junts no suma al esfuerzo colectivo, Junts divide, segrega, destruye. Junts se perpetúa, también, ensanchando la trinchera.

En su neurótico afán por excluir de la comunidad política la diversidad, los nacionalismos exigen tanto la exaltación de lo propio como la satanización de lo ajeno, piense como piense, sea quien sea. No hay término medio, no hay extraño bueno. El nacionalismo teme lo que no consigue someter, no teme el color de piel, teme las ideas que disuelven. El nacionalismo, para sobrevivir, abre los brazos a los que asumen ese miedo como propio, y se someten a ese miedo para ensanchar la trinchera.

¿Cómo llamamos al miedo a lo diferente, al miedo a lo que viene de fuera? ¿Cómo llamamos a la paranoia disolvente del nacionalismo?

Para los nacionalistas catalanes y vascos, lo que alimenta esa paranoia es la propia idea de España. Creer que se puede obtener de ellos apoyos para mejorar el país es de una bisoñez, a estas alturas, increíblemente irresponsable. Insoportable.

España, para el nacionalismo, es pura colateralidad.

Parafraseando a Chillida en su centenario, no vi el ocaso de un país, vi al nacionalismo devorarlo...

Portvoz del PP en el Ayuntamiento de Donostia