Soy consciente de la existencia de personas que son contrarias a perder demasiado tiempo en pensar y definir futuros posibles, priorizando el aquí y ahora, es decir, el corto plazo. Ya he indicado en varios artículos que me posiciono en una visión contraria. La razón es muy simple, para cuando se ha pensado y diseñado alguna actuación, de nivel macro e influencia generalizada, el ahora y ya ha desaparecido, se mueve a una velocidad e intensidad demasiadas veces inaprensibles, de ahí esa sensación de temor generalizado que parece embargarnos. Sólo nos queda, entonces, el aquí, ocupado por una sensación de salida, de solución, no resuelta, de insatisfacción, de “si hubiera o hubiéramos hecho…”. Es decir, de frustración, la cual está muy presente, por desgracia, en nuestro aquí y en nuestro ahora.

En cualquier caso, uno no es tan ingenuo ni joven como para pensar en que existen soluciones globales infalibles para los complejos problemas que nos afectan y, sobre todo, nos acechan a largo plazo. Pero sí, en cambio, considero positivo cualquier esfuerzo intelectual que trate de dibujar, especialmente en el mundo macro, un esquema al que sería deseable llegar y una metodología o proceso que, partiendo del ahora, nos lleve a ese estadio objetivo

Voy a aprovechar un reciente debate que mantuve con un sobrino, profesor del Departamento de Economía de la Universidad de Miami, del que extraigo tres conceptos para estructurar mi granito de arena,–sería más correcto decir nuestro–, a la definición del citado dibujo del estadio de llegada.

Una aclaración previa, considero conveniente la reflexión sobre el futuro partiendo de la base de que la situación actual de la convivencia global sin ser desastrosa es perfectamente mejorable. Especialmente en términos de desigualdad, a pesar de que el porcentaje de la población mundial que vive por debajo del nivel de pobreza es el más bajo de la historia, aproximadamente una décima parte.

Vayamos a presentar los tres conceptos, ejes, a definir, comenzando por el modelo de sociedad deseado y conveniente, teniendo en cuenta el mundo de globalización cultural en el que vivimos.

La revisión del modelo de sociedad ha de basarse en un respeto hacia el modelo ideal y heterogéneo de cultura, lo que implica una defensa eficaz de las culturas no dominantes, es decir, de las minoritarias. Para ello resulta importante complementar ese primer aspecto con la ruptura de la cultura de la hegemonía de formas de poder basadas sólo en ejercerlo, no para mejorar la vida de los ciudadanos, que parece ser el objetivo último de la organización de la función pública, en todos sus niveles y estratos. Esta ruptura ha de desembocar en la consolidación de una metodología de acción fundamentada en la colaboración y la multilateralidad, y no en el conflicto.

Para poder avanzar en esos dos aspectos resulta adecuado impulsar una revalorización del concepto de democracia y su praxis real, que no es otro que el gobierno de una mayoría en una sociedad determinada, con respeto explícito y escrupuloso a las minorías y sus demandas, siempre que éstas no vayan contra esa mayoría. Un ejemplo sería la desfachatez con que algunas elites conservadoras hablan de igualdad ante la ley, cuando dicha igualdad no se cumple en la vida real. Ejemplos hay demasiados, por desgracia. No resulta aceptable, tampoco, la pretensión de las concepciones conservadoras actuales que plantean, exclusivamente, la mayoría, sin más, para el ejercicio del poder público.

El segundo eje estructural se circunscribe al rol del Estado en sentido amplio. En este rol hay un cierto consenso universal en identificarlo con el estado del bienestar, nacido después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el diseño conceptual compartido por el social-cristianismo, la democracia-cristiana y la social-democracia, y cuyos objetivos básicos pueden identificarse como la cobertura y arreglo de los fallos del mercado, asegurar a la población niveles aceptables de equidad, y corregir las vulnerabilidades estructurales que se derivan de las acciones de empresas, organizaciones, políticos y elites varias, cortoplacistas.

Y ello, sólo es factible en tanto en cuanto se fomenten discursos y actuaciones más maduros que los que habitualmente escuchamos, basada esa madurez en el enfoque hacia variables y medidas relevantes y estructurales, como es el caso de la productividad laboral y la competitividad reales. Porque, la verdad es que a veces se dedica más tiempo a discutir el reparto del pastel que a pensar en cómo hacer más grande ese pastel.

El último elemento que se plantea es el correspondiente a la necesidad de lograr Estados menos corruptos y más eficientes, lo que parece ser bastante complejo. El Estado en sí no es nada, lo que hace que sea funcional, que funcione cumpliendo sus objetivos, está en manos de personas, tanto las que trabajan en el sector público, como en el privado. Una sociedad que admite niveles de corrupción, es igual que esos niveles sean altos o bajos, en todas las categorías y tipologías profesionales, no puede criticar genéricamente a los corruptos que se dedican a la función pública, de ámbito político o funcionarial. No justifico la corrupción, solo digo que sobra el fariseísmo y que en una sociedad que acepta la corrupción, –en contratos laborales, en bajas falsas, en facturas sin IVA ….–, sobran los mentirosos que critican al tercero.

Si queremos, por tanto, Estados menos corruptos y más eficientes, habrá que trabajar estructural y contundentemente sobre la educación de las personas, –educación, que no conocimiento–, la consolidación de instituciones sólidas y fiables, y lograr una presencia de las tecnologías transversales que minimicen el error humano. Si alguna vez queremos llegar a algo aproximado a lo indicado, dentro de unos años, es necesario empezar ya.

Economista