Cuenta el doctor en Comunicación y profesor de la Universidad de Otawa Isaac Nahón Serfaty que durante las décadas de los años 50 y 60 los judíos sefardíes del norte de Marruecos utilizaban en sus comunicaciones la palabra clave “Bilbao”, a modo de mensaje cifrado, para referirse a Israel. Así, en las cartas que enviaban a sus familiares, les decían, por ejemplo, que algún conocido se había ido “a Bilbao”, lo que significaba que había emigrado al estado judío. También en la Guerra de los Seis Días de 1967, estos ciudadanos comentaban el conflicto refiriéndose a la “situación en Bilbao”. Quizá la anécdota sea cierta aunque ignoro el porqué de que la ciudad vasca fuera utilizada de esa manera para no pronunciar la palabra tabú Israel. En cualquier caso, hablaría de miedo y de antisemitismo, al mismo tiempo que seguramente en el Bilbao real otras personas utilizarían otras palabras clave secretas en pleno franquismo. Sin duda, hoy, setenta años después, estará pasando lo mismo, en “Bilbao” y en “Sebastopol”, o como quiera que alguien esté susurrando aterrorizado el nombre y la realidad de Israel o de Palestina. Haber vivido y sufrido un conflicto violento, a la escala que se quiera, nos permite acercarnos mejor al drama humano en un asunto que parece irresoluble, plagado de odios mutuos, afrentas, tragedias, miseria, ocupación y opresión sin límites, venganzas y, como resultado, miles de muertos y destrucción. Y de política incapaz de dar soluciones. Los amigos y aliados –todos ellos, por lo que parece, profundamente fieles– de Israel y de Palestina tienen la obligación, antes de mostrarles tanto amor y apoyo incondicional, de denunciar las barbaridades propias y hacerles ver que ni el terrorismo ni la respuesta desproporcionada, que el asesinato de civiles, que el ‘ojo por ojo, diente por diente’ no lleva más que al desastre. Incluso aunque se gane. Quizá así haya esperanza de paz, en “Bilbao” y en Gaza.