Desde hace unos meses estoy utilizando una aplicación que se llama Artifact, y que sirve para leer las noticias que te interesan más. Está creada por los mismos que montaron Instagram antes de venderla a Facebook. Lo que hace es básicamente aplicar un algoritmo para seleccionar aquellas informaciones que concuerdan con tus intereses. Se entera de cuáles son mediante un análisis de qué es lo que lees, a qué dedicas más tiempo con el móvil, o cuáles son tus recorridos por la red. Descargas la app, empiezas a usarla, y llega un momento en el que lo que te va presentando automáticamente es eso a lo que ciertamente prestarías interés o no quieres que se te escape. También tiene una función que te permite guardar los enlaces que hayas encontrado fuera de la aplicación, con lo que tú mismo seguirás alimentando la función de análisis, algo que hace sin que te des cuenta. Lo último de Artifact ha aparecido hace unos días. Se trata de un pequeño botón con forma de estrella de cuatro puntas, el icono que identifica a la inteligencia artificial generativa. Si estás ojeando una noticia puedes pulsarlo y te elabora un resumen. Incluso puedes pedirle “explícamelo como si tuviera 5 años”. De manera que ya hay instrumentos que trabajan por ti para buscar lo que se supone te atrae, y que te presentan un extracto para que no emplees excesivo tiempo en tener que leerlo. La perfecta burbuja de filtro. Imaginemos un reportaje periodísticamente construido con matices, testimonios de diversas partes, expresiones lingüísticas creativas o simbologías redaccionales. No vale nada. Antes de llegar a nuestros ojos habrá podido pasar por un mecanismo de selección, primero, y uno de reelaboración sintética, después. Y será entonces cuando nos entremos de qué se supone que dice. De momento, Artifact sólo aloja medios de información norteamericanos, incluso de suscripción, pero supongo que no tardará en llegar por doquier. Mientras, esta semana se publicaba en el New York Times que Google estaba probando una herramienta de inteligencia artificial capaz de escribir artículos periodísticos, que ya ha presentado a conglomerados de medios como el Washington Post o News Corp. La herramienta se llama Génesis, puede captar información por sí sola (detalles de acontecimientos, por ejemplo) y escribir noticias y titulares. Se está intentando vender como una especie de asistente personal para los periodistas, automatizando algunas labores para liberar tiempo para otras, y se reivindica como una tecnología responsable, capaz de alejar a la industria editorial de las trampas que tiene la inteligencia artificial generativa de uso común como ChatGPT. La propia Google ha reconocido que quiere meterse en el modo en el que se elaboran o se presentan las noticias. Se cierra el círculo. Se publicarán informaciones elaboradas por una máquina, que serán preseleccionadas automáticamente antes de llegar a nosotros, y que no nos harán perder mucho tiempo porque usaremos una función inteligente para que nos las prepare como el potito del bebé.

El devenir de la campaña electoral ha versado sobre la mentira. Ha sido la acusación permanente de unos frente a otros. Pero hacer de esto un problema cuantitativo es la trampa montada por los que, en efecto, no tienen escrúpulos en emplear la falsedad como moneda corriente de la política. No es una cuestión de quién miente más o menos, sino de quiénes han aceptado la inmoralidad de hacer de la falsedad en la palabra un elemento consustancial de su desempeño. En otras palabras, que hay grados, que no todos mienten igual. La más leve y habitual es el de la pose, aparentar ser lo que no se es, intentar humanizarse contando sandeces como que se duerme dos horas al día, o que se dedican buenos ratos a planchar o fregar los platos. Luego está la mentira en la escaramuza, la que se usa para salir de un embrollo afirmando algo que suena bien pero que no se compadece con la realidad, o no es factible cumplir. Y, por fin, está la mentira estructural, la que corre por las venas de las personalidades cínicas, para las que la política es sólo sinónimo de desempeño del poder y no un servicio público guiado por reglas éticas. Gangrena democrática que no se cura con cataplasmas, ni con los autodenominados verificadores, ni con el periodismo aguerrido que todavía se cree capaz de extraer verdad preguntando al que no le importa falsear. Se exige amputación. Pero para poder ejecutarla habría que reconstruir una exigencia civil: la de la moralidad del representante público; y ahora, también, la de la fiabilidad de las fuentes por las que nos enteramos de qué dice y qué hace.