Con la crisis de los 40 me dio por correr. Y vista mi tendencia a medirlo todo, me puse en manos de un excompañero atleta y reconocido preparador físico para que sacase lo mejor de mí, que nunca he sido corredor de más de un kilómetro. Los entrenamientos me transformaron en una persona nueva, flaquita para mis cánones, pese a mis reiteradas negativas a hacer dieta y bajar de 72 kilos (en 71,6 me puse). Empecé a trotar con soltura, incluso a correr por debajo de cuatro minutos el kilómetro, que para los que somos malos está muy bien. La teoría decía que antes de una prueba es bueno estar sudando ya: meterse unos buenos calentones. Y mi trainer me recomendaba hacer unos sprints antes de empezar. Pero yo me recalentaba como un coche viejo, de modo que ya salía pasadito de vueltas y luego la caldera se ponía a punto de explotar. Así que, haciendo valer una genética poco propensa a roturas musculares, terminé por no hacerle caso y guardar cada gramo de fuerza hasta el mismísimo pitido de salida: quieto parau. Siempre he sido un adelantado a mi tiempo. Hoy, vemos en la tele los chalecos refrigerantes que llevan puestos en el Tour de Francia las estrellas como Vingegaard y Pogacar para bajar su temperatura corporal. Yo tenía razón.