Nos creemos seres racionales y buenos contables pero somos criaturas prejuiciosas e influenciables: nos tragamos la primera explicación que nos resulta atractiva o, más bien, que considera válida la gente que nos rodea, con quienes formamos nuestro pequeño mundo conectado. Además, esto es algo que buscamos con cierta desesperación para confirmar nuestra visión del mundo (que no era la nuestra, recordemos, sino la que nos han introducido nuestros amigos). De esta forma no podemos decir que somos buscadores de la verdad, más bien lo contrario. En un ambiente polarizado, todo esto sucede más intensamente, más eficientemente, más terriblemente, porque estos entornos de amistad se convierten fácilmente en cámaras de resonancia.

Resulta que a menudo nuestro entorno cree en patochadas. A través de las redes sociales nos invaden constantemente afirmaciones pseudocientíficas, conspiranoias o montajes populares (proliferan como los virus) a los que no podemos resistir siempre; no tenemos una defensa eficaz y nos la pueden colar en el momento más insospechado.

¿Qué hacer cuando la cultura de masas es realmente incultura? No prima el más informado sino los más vehementes. A ello se suma que este fenómeno, que surge espontáneamente de la estructura matemática de las redes sociales, puede ser también (y lo está siendo) utilizado para amplificar el odio, los intereses políticos, la polarización.

No debería sorprendernos que sea precisamente el pensamiento reaccionario, el clasista, el que odia los derechos y las libertades, el que más se empeña en llenarnos de amigos horrorosos, de ideas vergonzantes, del caldo de cultivo de las dictaduras. Pero para parar esta propaganda hace falta trabajar activamente, denunciar el odio, avisar del atropello, negarse a que el entorno nos absorba con su imbécil popularidad.