Pisé el Camp Nou por primera vez en 2005. Tenía 12 años y, con mi familia, pasaba el puente de San Prudencio en la costa catalana. Desde el último anfiteatro de un estadio que todavía no se caía a pedazos pudimos disfrutar de un Barça-Albacete que, contra todo pronóstico, pasaría a la historia del fútbol. 2-0. El segundo gol lo hizo un joven canterano que se estrenaba como anotador en Primera. Quién nos iba a decir entonces que aquel adolescente argentino se terminaría convirtiendo en el mejor futbolista del mundo. Y lo hizo, ¡vaya si lo hizo! Dominó el juego durante más de quince años en los que ganó todo tipo de títulos y galardones que le hicieron merecedor del reconocimiento del planeta fútbol. Lo tenía todo, incluso un rival antagonista que no hacía sino agrandar su figura.
Matizo, lo tenía casi todo. Porque siempre hubo algo que se le resistió: quizás lo que más deseaba. El corazón de los argentinos o, al menos, el de una parte de ellos. Alcanzó varias finales con la albiceleste y todas se le escaparon de las formas más crueles que podemos imaginar. Prórrogas, tandas de penaltis y la eterna comparación con Maradona le condenaron al calificativo que hoy debe avergonzar a muchos: pechofrío. Tan dura fue con él la prensa patria que terminó renunciando al combinado nacional. Pero Messi tenía un sueño: ser campeón para su país, con el que escogió jugar y de cuyo acento jamás se desprendió a pesar de vivir en Barcelona desde los 10 años. Así que decidió regresar, no resignarse e insistir tantas veces como fuera necesario para lograr lo que ha terminado consiguiendo: ser campeón del mundo. Por ello, el momento en el que Messi levanta la copa al cielo de Doha es más un acontecimiento social que una celebración deportiva. Es el final feliz de una historia y, al mismo tiempo, lanza dos peligrosos mensajes, que esta vez se han cumplido pero que tienen más de excepción que de regla: el primero es que los sueños se cumplen; el segundo, que los buenos siempre ganan.