NO nos vale con hacer el bien, necesitamos contarlo. Es habitual ver cómo mucha gente comparte en sus redes sociales que colabora con la asociación animalista de su barrio o que es socia de una u otra ONG. También está la típica persona que, al echar unas moneditas al artista callejero de turno, mira a los lados y espera al momento en que más viandantes puedan presenciar su enorme ejercicio de generosidad. Esto, que de entrada nos puede costar entender, es algo natural, inherente al ser humano. Porque ser buena persona está bien, pero que tus vecinos lo sepan está mucho mejor.

En los últimos tiempos, este fenómeno, que algunos llaman relato y que consiste básicamente en hacer a los demás sabedores de todas tus virtudes, se está extendiendo al terreno de la política donde, a la hora de presumir de atributos, hay uno que destaca por encima del resto: la voluntad de llegar a acuerdos. Es cierto que la ciudadanía, cansada de tanta disputa entre partidos, valora cada vez más esa predisposición para alcanzar diagnósticos compartidos y, sobre todo, elaborar propuestas comunes.

Pero esto nos lleva a presenciar espectáculos tan grotescos como el que nos brindó el otro día la portavoz de un Grupo Parlamentario (no precisamente el más dado a los acuerdos) que después de acusar al Gobierno Vasco de ser débil e incapaz, pedía pactos entre instituciones y partidos en Euskadi. Y sin entrar a valorar la contradicción que supone en sí misma esta frase, haré una matización que a simple vista puede parecer de lenguaje pero que va mucho más allá: los pactos no se piden, se ofrecen. Un acuerdo implica moverse, requiere acción y conlleva la renuncia a parte de un posicionamiento propio; porque de lo contrario no será un pacto, será una demanda de adhesión. Y eso tiene muy poco que ver con el acuerdo y mucho con la imposición. Y es que para vender acuerdos, primero hay que alcanzarlos, porque aquello que no se hace se puede contar, pero entonces no es un relato, es un cuento.