La primera vez que oí decir que la guerra en Ucrania iba a ser larga fue a la ministra de Defensa, Margarita Robles. Me pareció un pronóstico exagerado porque al comienzo del conflicto, hace cinco meses, todo indicaba que la enorme superioridad rusa en tropas, armamento y suministros iba a acabar con la resistencia ucraniana en cuestión de semanas. La primera fase de la guerra consistió en un ataque directo y frontal sobre la capital Kiev con la pretensión de los invasores de hacerse con el centro neurálgico y político y establecer en Ucrania un estado vasallo. La determinación de la resistencia ucraniana contuvo el avance de los carros de combate y todos recordamos las imágenes de la destrozada columna de tanques rusos. Tras comprobar que en la guerra la distancia más corta entre dos puntos no es la línea recta, los invasores pasaron a una segunda fase que podríamos llamar de aproximación indirecta y comenzaron a justificar su despliegue como una acción de autodefensa de los prorrusos del Donbás. Nada nuevo bajo el sol de la estepa. Durante la Guerra Civil rusa, que en su etapa más dura se desarrolló entre 1918 y 1920, Lev Trotski, fundador y máximo responsable del Ejército Rojo, se enfrentó en Ucrania, entre otros teatros de operaciones, sin pizca de piedad y con absoluto éxito a los Blancos (zaristas), Verdes (partisanos) y Cosacos del Don. En una sencilla frase concretó su estrategia: “Cuando una ofensiva más aparente ser una acción de autodefensa, mejor se desarrolla”. Los actuales invasores dedicaron sus esfuerzos a “liberar” el Donbás, avanzar sobre el litoral del mar de Azov hasta Crimea (ya ocupada desde 2014), con el propósito de tomar Odesa y cerrar a Ucrania el acceso al Mar Negro, impidiendo el vital tráfico marítimo de mercancías y demás bienes, en un ejercicio de aproximación indirecta que no olvida su verdadera pretensión de ocupar toda Ucrania.

Guerra mundial

Rusia nunca en la historia ha renunciado de buen grado a sus apetencias sobre Ucrania, a la que incluso considera mito fundacional de su propio país. Pero una guerra no son unas elecciones con matices militares. Durante muchos años hemos estado cometiendo el error de hablar de las guerras como si fueran una entidad única, cuando a menudo son un conglomerado de conflictos diversos, donde se mezclan resentimientos nacionales, odios étnicos, lucha de clases y reclamaciones territoriales. Por la participación directa o asistida de países que integran la OTAN, asociados con Rusia como Bielorrusia, Siria, y la determinante China podemos considerar la guerra en Ucrania como una guerra mundial condensada y desigual: todos tenemos intereses en el desarrollo de la misma, no todos participamos en igualdad de armas. Lo que esta contienda está dejando claro es que ningún pueblo ha sido entendido todavía a través de los ojos de otro, y quizás eso sea imposible. Por muy próximos histórica, lingüística o culturalmente que sean rusos y ucranianos, la guerra invasora de Putin aleja cualquier posibilidad de concordia y de paz universal, hoy más que nunca una quimera. Cada intento ucraniano de alcanzar alguna ralentización o humanización de la guerra ha sido respondido desde Moscú con un aumento de su beligerancia. Recordemos el cerco de Mariúpol, el aplastamiento de la resistencia en la acería Azovstal, las batallas de Jersón y Melitópol y toda la ofensiva en la Ucrania meridional. Beligerancia que alcanza la inhumanidad cuando Rusia incumple su propia palabra de dejar libre el puerto de Odesa para exportar grano y atender a la creciente hambruna en el Tercer Mundo consecuencia de la invasión de Ucrania.

Cuando una fuerza militar empieza a participar en operaciones terrestres resulta casi imposible limitar la magnitud de su compromiso. La extensión de la ofensiva rusa empieza a estabilizarse siendo, con muchas dificultades, contenida por las tropas ucranianas, más necesitadas que nunca del suministro de armas y equipamiento occidental. La guerra está a punto de alcanzar lo que los especialistas llaman “punto culminante”, el momento en el que un ejército se ha excedido en su alcance, está cansado después de haber ganado mucho terreno y pierde a la vez el impulso y la iniciativa. Ese punto culminante tiene una primera consecuencia, que es el recrudecimiento de la guerra en su variable más atroz: la aniquilación sistemática o guerra sin cuartel, que es lo que creo que sucederá si no se ata en corto el expansionismo ruso. Los ucranianos, tiesos como una vela, no han caído en el desaliento, particularmente las mujeres, que se enfrentan con fortaleza a un futuro incierto, muy distantes de la frivolidad publicitaria de Olena Zelenska, esposa del presidente ucraniano, que no ha medido las consecuencias de ser entrevistada en la revista de moda estadounidense Vogue con un despliegue fotográfico entre surrealista y obsceno, belleza y glamur de la dama en primer plano, guerra y horror como trasfondo. Desconozco si el autoconsuelo, la insensibilidad o la ductilidad han sido los mecanismos psicológicos que han llevado a los cónyuges Zelenski a tomar la desafortunada decisión de conceder la malhadada entrevista, pero en el Kremlin se regocijan como si esa chapuza propagandística pudiera ponerse en la balanza con las masacres de civiles cometidas por ellos en Bucha, Jersón o Mariúpol.

‘Guerra extraña’

Los occidentales padecemos las consecuencias de la guerra (falta de suministros energéticos, inflación, etc.), pero no estamos bajo el fuego enemigo. Esta situación de guerra rara, muy parecida a la que sufrieron los franceses durante el primer año de la II Guerra Mundial, cuando declararon la guerra a los alemanes pero no entraron en hostilidades hasta que fueron finalmente invadidos. Lo que entonces se llamó drôle de guerre o guerra extraña es consecuencia de la falta de concordancia de la OTAN entre fines y medios. No podemos defender con las manos atadas a la espalda lo que, sin embargo, consideramos un ataque contra un socio, Ucrania, que estimamos preludio de otros posteriores en Moldavia, los países bálticos o cualquier otro que Rusia considere necesario para consolidar su presencia continental. Rusia considera a la Unión Europea y a la OTAN débiles, egoístas y dubitativas y nos está echando un pulso en Ucrania con el objetivo de dar un vuelco al orden político internacional y al sistema económico global que, en concreto, supondría un nuevo liderazgo mancomunado entre Rusia y China. Pues sabido es que uno nace y otro muere; el que nace sufre y el que muere se pudre. Si aceptamos el pulso con todas las consecuencias, Ucrania se convertirá en el salón donde la araña invitó a entrar a la mosca, con el final por todos conocido, y el actual orgullo patriótico ruso se convertirá en congoja patriótica.