ubo un tiempo en el que aquello de comprometerse a dimitir con motivo de una mera imputación judicial fue considerado lo más de lo más de la nueva política; amén de reclamar que hicieran lo mismo los adversarios, claro está. Nadando a contracorriente, algunos manifestamos nuestras reservas, aduciendo que se estaba dejando de facto la dirección política en manos de una justicia frecuentemente facha y corrupta, encantada de que se le otorgara dicha capacidad de maniobra. Conscientes de que aquella bienintencionada autoexigencia suponía un tiro por la culata, ciertos partidos fueron modificando sus estatutos y reglamentos, pero el cambio llegó tarde para muchos de los suyos, entre otras cuestiones porque la hemeroteca les traicionaba.

En realidad el temario de las reculadas es más amplio. Cuestiones como el número máximo de legislaturas de sus representantes en las instituciones o el sistema de elección de candidaturas fueron variando, como lo fue aquella otra (al parecer) revolucionaria propuesta de limitar los sueldos de los cargos públicos. Difícil olvidar en este sentido cómo justificó tal ciaboga en Euskadi Irratia una dirigente de Podemos: "No puedes conseguir que la gente entre si no ofreces en el mercado (sic) sueldos dignos (sic)".

Parece evidente que en época de turbulencias nos dio por confundir la imprescindible regeneración de la política con propuestas efectistas de escaso -cuando no contraproducente- recorrido. Pensadas todas ellas para la adhesión inmediata y el aplauso fácil, pero carentes de una pausada prospección. Al final, son precisamente quienes no creen en limpieza alguna los que salen ganando; dramática paradoja. No pocas personas (auto)obligadas a dimitir injustamente pueden dar fe de ello. Pero aclaremos que tampoco es aceptable que metamos en el mismo saco todas las renuncias, tal como reclaman ciertos sectores que se consideran eternamente impolutos. Tampoco es eso. l