omo a tantas otras personas, a tantos cristianos y no cristianos, me preocupan, me horrorizan, me entristecen las noticias sobre los abusos sexuales cometidos en colegios religiosos y, al parecer, durante tantos años. Quiero que esos hechos se investiguen, se aclaren, se expliquen, incluso aunque las responsabilidades penales hayan quedado prescritas como en tantos otros casos en que la Justicia llega mal y tarde. Creo que las víctimas tienen derecho, como mínimo, a la verdad, sin perjuicio de otros modos de reparación del daño, en la dudosa medida en que sea posible reparar el daño sufrido. Pero creo que no solo las víctimas, que todos tenemos derecho a la verdad y hemos de exigirla tanto de las autoridades civiles como de la jerarquía eclesiástica.

Yo también estudié en colegios religiosos. De párvulo en Santa Catalina Labouré, de las Hijas de la Caridad, y luego en Santa María la Real, de los maristas. Ni sufrí abusos, ni tuve noticia nunca de que los sufrieran otros compañeros. Eso no quiere decir que no pudieran existir, quizás yo no me enterara de nada, quizás las víctimas callaran entonces y sigan calladas. Me gustaría saberlo. Me gustaría saber si pasaban esas cosas sin que nos enteráramos. Me gustaría saber si, afortunadamente, en mi colegio y en esa época no pasaban.

No tengo mal recuerdo de mi paso por los maristas. Tuve profesores, religiosos y laicos, buenos, malos y regulares, como los he tenido en todos los demás lugares donde he estudiado. Tuve unos pocos profesores que me marcaron, de los que aprendí cosas y con los que viví experiencias que siguen muy vivas en mi memoria. Tuve muchos profesores del montón, de los que apenas me acuerdo. Tuve algunos pésimos, de los que también me acuerdo bien. Tengo la impresión, quizás otros compañeros de aquella época tengan otra, de que aquel en absoluto era uno de esos colegios temibles y tenebrosos que a veces se describen en auténticos relatos de terror en la literatura o en el cine. Para la época, estábamos en los últimos años del franquismo, creo que con sus más y sus menos era razonablemente abierto y progresista. En las clases de religión nos contaban las novedades que había supuesto el Concilio Vaticano II; de sexo no nos hablaban apenas, tampoco para atemorizarnos; no se izaban banderas ni había cantos patrióticos y los profesores de Formación del Espíritu Nacional se empleaban con total indolencia, transmitiendo la idea de que ni siquiera ellos creían demasiado en lo que se contenía en el programa obligatorio. Por supuesto que había castigos físicos, pero tampoco con mayor saña de la que en aquella época era normal en el ámbito familiar. Por hacer una comparación, en COU me trasladé a un centro público, el instituto Ximénez de Rada. Me pareció un lugar mucho más rancio y lúgubre. También con buenos y con malos profesores, pero algunos de ellos mucho más vetustos y nostálgicos del franquismo que los que había tenido en los maristas, y con algún cura mucho más conciliar, pero del Concilio de Trento. En lugar destacado de cada aula había todavía un retrato de Franco. Algunos alumnos sediciosos de mi clase nos encargamos, en una pausa en la que nadie nos vigilaba, de descolgarlo y esconderlo debajo de la tarima, supongo que es un delito ya prescrito que puedo contar. En mis últimos años con los maristas el colegio había dejado de ser exclusivamente masculino, había chicas en los cursos siguientes al mío y en el recreo distraían nuestra atención del fútbol o de la pelota; en la plaza de la Cruz un muro carcelario en el patio separaba todavía al instituto masculino, Ximénez de Rada, del instituto femenino, Príncipe de Viana.

Creo que no solo las víctimas de los abusos, allá donde y cuando las hubo, merecen justicia y reparación. También la merecen todos los profesores que tuve, merecen que la sospecha no se extienda a todos ellos. Que se pueda saber quiénes fueron los culpables para saber también quiénes fueron inocentes. Quiero creer que la inmensa mayoría de los profesores de colegios religiosos son inocentes; que no fueron abusadores y que no fueron cómplices con su silencio. Pero quiero saberlo, no solo creerlo. Pienso que la mayoría de aquellos profesores, incluso los malos profesores, eran gente con vocación, con interés por hacerlo bien, con ilusión por educar lo mejor posible a sus alumnos. Gente con buenas intenciones, aunque las buenas intenciones empiedren el camino del infierno según reza el refrán. Todos se merecen que se investigue, que se aclare, que se sepa. Incluso los culpables tienen derecho a la verdad, tienen derecho a poder arrepentirse y a pedir perdón. Y los que fuimos alumnos en colegios religiosos tenemos derecho a la verdad para no ser, también, sospechosos de haber sabido y de haber callado.

Me entristece y me escandaliza ver a buena parte de los obispos españoles, hay honrosas excepciones, en una actitud demasiado pasiva, esperando a que les llamen, a que les pregunten, esperando que pase el chaparrón, adoptando, cuando adoptan, medidas tímidas, escasas, medrosas. Me gustaría una actitud mas valiente y, sobre todo, más cristiana: la verdad os hará libres (Juan, 8,32). Me gustaría que tomaran ejemplo de otros obispos, empezando por el obispo de Roma, el actual y su antecesor, reconociendo el pecado de la Iglesia al tolerar, al esconder, al no querer saber, y pidiendo perdón por ello. Me gustaría que tomaran ejemplo, sin ir más lejos, de los obispos franceses, que han investigado y que han aceptado su responsabilidad, incluso para satisfacer indemnizaciones monetarias, o de los obispos portugueses, que van a abrir sus archivos para que se pueda investigar.

Sí, la verdad, a veces, a menudo, es dolorosa. Sí, la realidad de los abusos sexuales en el seno de instituciones religiosas supone un descrédito para la Iglesia, pero el daño se acrecienta con la negativa a investigar hasta el fondo. El daño crecerá exponencialmente si, además, no se averigua cuáles han sido las circunstancias que han permitido que se cometieran y se ocultaran durante tanto tiempo los abusos, hasta qué punto se vieron favorecidos por una determinada organización eclesiástica y una determinada concepción de la vida religiosa, si a los abusos sexuales no acompañaron todavía más abusos de poder. Ese ineludible propósito de la enmienda, que ha de acompañar a cualquier petición de perdón, debe comenzar con un profundo y exhaustivo examen de conciencia. Abogado y escritor