e resistí a ver el vídeo de la agresión al chaval de trece años en Bilbao. Leer la noticia y ver la foto con la que la acompañaban, ya me habían dejado mal cuerpo. Al día siguiente me animé a verlo y tengo que reconocer que me pareció escalofriante. La patada que le propinan al chaval es brutal, pero que lo hagan obligándole antes a que se ponga de rodillas le añade un plus de humillación a la agresión. Al mismo tiempo, que los agresores decidan grabarlo y difundirlo en redes sociales estremece. Una vez pasado el primer golpe visual, cuesta no cabrearse. Enfadarse con los abusones y pedir mano dura con ellos. Comprendo la reacción y, sinceramente, también la he sentido. Sin embargo, tan peligroso como dejar que lo ocurrido se nos olvide y quede aplastado por nuevas noticias, sería no ir más allá de la respuesta en caliente. Los agresores han sido identificados y hay una denuncia interpuesta por la familia del agredido. Dejemos que la justicia y otros servicios y agentes implicados hagan su labor. Además, como en tantas otras cuestiones, siendo lo ocurrido muy grave, es probable que, como en el caso de los icebergs, esto solo sea la parte visible de muchas más informaciones, conexiones y circunstancias que desconocemos. Si algo hemos aprendido del acoso es que las personas que están alrededor, tanto menores como adultos, que miran para otro lado, que no actúan con suficiente rapidez y efectividad, o que normalizan las situaciones como cosas de chavales, tienen una responsabilidad que en este caso también debe investigarse. Finalmente, tenemos que recordar que los abusones son menores. Esto no supone que a menor edad, menor castigo, sino que la sanción debe conseguir que aprendan de su mal comportamiento. Atender al chico agredido y su familia, así como pedir justicia, es compatible con no querer devolverles la patada e hipotecar su vida adulta.