o puedo cantar como Serrat que nací en el Mediterráneo, pero pasear bajo sus cielos azules viendo cómo el horizonte se funde con el mar, me hace sentir como en un segundo hogar. Así, he pasado unos días practicando el recomendable estilo de vida de algunos alemanes jubilados bajando al sur con la autocaravana. El invierno, a cambio de ponerte ropa, te regala unas playas en las que escuchar el silencio. En la calita del Serradal se acumulan miles de cantos rodados. Parecidos y amontonados aunque, en el fondo, solos. Cerca, bajo el faro de Irta, estos cantos están incrustados en una mezcla de tierra y sal. De ser piedras sueltas a ser parte de algo mucho más consistente. Peligrosamente nos estamos convirtiendo en el Serradal. Cantos sueltos con cada vez menos barro en común. Durante mucho tiempo, ha dominado lo colectivo. Iglesias, batzoki o casas del pueblo, txokos gastronómicos, parques o, más recientemente, las bibliotecas o los polideportivos, nos han permitido encontrarnos a personas diferentes. Ser yonkis de lo individual, pensar que relacionarse a través de la tecnología es lo mismo que hacerlo cara a cara y, finalmente, el covid, ha sumado más leña a ese fuego del aislamiento social. No solo nos faltan más objetivos comunes, sino que sus semilleros no parecen relevantes. Lo público, lo compartido, suena a algo peor o en crisis. Defender la democracia del fanatismo y el papel de lo público frente a la voracidad insaciable de que todo pueda ser negocio sin límite, nos exige ser comunidad. No de la que oprime y controla, sino de la que ofrece rituales y espacios donde alimentar la convivencia y no solo la coexistencia. Toca innovar para tener futuro, pero también invertir en lugares colectivos y de relación para que el bienestar no sea un castillo desde el que defendernos de los demás, sino una plaza a compartir y disfrutar entre todos.