emos pasado días viendo cómo llovía y el sol seguía secuestrado. Días en los que los dedos de los pies se recogían sobre sí mismos, resistiéndose a tocar el fondo de unos zapatos que aún estaban húmedos. Algo parecido les pasaba a los brazos al ponerse una cazadora que no había tenido tiempo de secarse desde el último chaparrón. En la entrada de casa, del trabajo, de la panadería, se acumulaban charcos surgidos de las gotas de los paraguas que han trabajado a tres turnos. Fuera de casa, las baldosas de las calles y el asfalto de la carretera, dejaron de absorber el agua y los ríos rugían a su paso por nuestros pueblos. Estábamos cansados de las desagradables sensaciones de tanta lluvia, ¿verdad?

Así tienen que sentirse también los niños, a la vista de cómo les va con la pandemia. Si recuerdas, ellos fueron de los primeros en ser confinados y los últimos en volver a las aulas y recuperar la libertad de salir a pasear y a jugar. Sin embargo, fueron los primeros, y lo siguen siendo, en cumplir con esas normas básicas de prevención que los mayores repetimos y repetimos, pero no siempre cumplimos. Hoy, muchos chavales vuelven a estar metidos en casa por ser contacto estrecho o positivo. En algunos casos, ya llevan varios encierros derivados del virus que un profesor o familiar ha acercado a sus vidas. Niños que miran por la ventana cómo el vecino que no quiso vacunarse vuelve del monte, o cómo el bar de enfrente sigue repleto de gente que ríe sin mascarilla. Niños que siendo diciembre, deberían estar restando los días que quedan para que llegue Olentzero pero, en cambio, cuentan los que llevan sin que el rastreador les llame. Niños que escucharán otra vez el "txintxo portatu" cuando en breve sean vacunados. Razones habrá para que seamos tan exigentes con los niños y tan poco con los adultos, pero, para ellos y ellas, sí que llueve sobre mojado.