Hace seis años que no está Marcelo Usabiaga, y, como sucede cuando se va una figura histórica, deja muchas preguntas sobre su intensa vida, detalles que no hubo oportunidad de conocer. Son testimonios de valor inigualable, que no contienen los libros de historia. Sin embargo, Pikoketa, el asesinato de 18 milicianos republicanos en ese caserío de Oiartzun el 11 de agosto de 1936, no quedó en el tintero. Marcelo, que había perdido a un hermano allí, fue uno de los promotores, en 1978, de la búsqueda de la fosa común donde fueron enterrados. Y no perdía ocasión para contarnos aquellos sucesos. Y siempre, su relato de Pikoketa, miraba desde un ángulo distinto, y añadía matices, luz, sobre cómo eran aquellos días de la República, y sobre cómo se defendieron los iruneses. Por eso me gusta volver a sus palabras para recordar a los fusilados, porque nos permiten alcanzar los sueños, los anhelos, de aquellos jóvenes que se vieron obligados a la guerra, a cortar de cuajo su vida, para defender la libertad. A Marcelo le gustaba empezar el relato contándonos cómo, después de haber participado con una decena de milicianos en la recuperación del cuartel de Erlaitz, se despidió para siempre de su compañero Agapito Domínguez.

—Yo caminaba junto a Agapito —contaba Marcelo—, en la cola de la fila de milicianos, y fui el único informado por su decisión de no volver a Irún e ir a Pikoketa. Intenté disuadirlo, regresábamos de la misión con los nervios rotos, apenas habíamos echado una cabezada la última noche, y no estábamos en las mejores condiciones para proseguir el combate.

—¡Agapito, baja al pueblo a descansar! —le insistí—, y mañana, repuesto de fuerzas, vuelves a subir. —No, me voy ahora a Pikoketa. Quiero estar con Mercedes.

—Y por mucho que lo intenté, no conseguí convencerlo.

—Agapito, a sus 23 años, había pasado casi un año y medio en la cárcel, por sus actividades revolucionarias. Y murió allí por amor.

—Mercedes López, su novia, sólo tenía 16 años, uno menos que su amiga Pilar Vallés. Mercedes era muy decidida y resuelta, una agitadora, que por su energía y condiciones era la responsable del trabajo comunista entre las mujeres; Pilar era más reservada. Ambas muy entregadas, soñadoras de otro mundo. Se dijo que ambas murieron abrazadas frente al pelotón de fusilamiento, gritando "Viva la República" en el último instante.

—En Pikoketa se encontraba también mi hermano Bernardo. Lo vi por última vez un par de días antes. Estaba con el grupo de chicos y chicas de la juventud comunista, en el Convento del Pilar, que desde los primeros días de la guerra había quedado convertido en el Cuartel General de la Defensa de Irún. Al ver de lejos a mi hermano me acerqué hasta su grupo.

—Subimos a Pikoketa —me dijo orgulloso—. ¿Y cómo iba a criticarle, por su actitud, por su arrojo? Si eso era lo que pedíamos a todos, si queríamos ser el ejemplo para todos. Pero no puedo dejar de sentir una profunda deuda moral con Bernardo. Tenía sólo 17 años, y seguramente los dos años que yo le llevaba fueron decisivos para que siguiera mis pasos. Bernardo acababa de terminar su carrera de perito mercantil, y era de la juventud comunista desde hacía un año, cuando a sus 16 abriles, permití su afiliación. Antes, a pesar de su insistencia, veté su entrada, quería salvarle de los peligros de la política en esos tiempos turbulentos del gobierno derechista. A sus 16 años ya no pude pararlo, era un muchacho formado ante su libre elección, mayor ya para elegir su camino en la vida.

—La posición de Pikoketa era de una elevada importancia estratégica —Marcelo contaba detalles de aquellos jóvenes y también sobre el lugar—, porque dominaba el camino por el que los requetés avanzaban desde sus bases en Navarra hasta sus posiciones en Oyarzun; y desde esa loma se veían hostigadas sus tropas por el tiroteo republicano. Pero antes de la guerra Pikoketa era un lugar destacado por lo contrario, por la alegría, por la fiesta. En su campa celebrábamos verbenas y romerías dominicales los jóvenes iruneses, y particularmente los jóvenes izquierdistas. Aquella era una izquierda rebosante de optimismo, de sueños, de entusiasmo, de risa.

—José Mari Arruti —seguía desgranando al grupo de antifascistas asesinados—, tenía un bar en la plaza Urdanibia, había vuelto de su trabajo como cocinero en el Balneario de Zestoa, y se juntó con sus amigos, con Bernardo, con Mercedes y Pilar, en el patio del Convento. Pasó por su casa y les contó que subía al monte. La madre protestó, se quejó, acababa de llegar, ¿por qué no aguardaba un día, sólo un día? Tenía 19 años. También estaban otros milicianos comunistas, Jesús López de 26 años, Manuel Justo Alberdi, de 22; Félix Luz Etxeberria, de 27; y Victor Genua, de 25, otro habitual de la cuadrilla. —

Y carabineros, en cumplimento de su deber: Ángel Braña, Agustín Miguel, Miguel López, Vicente Argote.

—Pero éstos no eran todos los fusilados, había una veintena de milicianos. Aunque nunca se sabrán todos los nombres. En Irún combatían ferroviarios madrileños, que les aisló el alzamiento, mineros asturianos, solidarios extranjeros.

Y de ésos, quién va a saber quién era cada cual, si ni sus propias familias sabían dónde andaban. Eso contaba Marcelo, eran sus palabras vívidas hace 85 años.