run. Lunes. 8.37 horas. Fuera del autobús cae el sirimiri de mayo. Dentro, una decena de madres lleva a sus hijos al cole. Descuentan las semanas que quedan para terminar un curso agotador. Junto a la puerta del centro, en la primera fila de asientos, una mujer de entre 40 y 50 años quizá va camino al trabajo. Como cualquier otra mañana laborable. Y quizá, también deba trabajar festivos. Cuando el autobús sube la avenida de Navarra, empieza a hablar. A sorprender a un par de decenas de pasajeros que, a punto de abordar la rutina como solo se aborda los lunes por la mañana, se quedan descolocados. "Les pido por favor una oración por Colombia", lamenta. "No soy ni de izquierdas, ni de derechas ni de centro; están matando a nuestra juventud, a jóvenes de 18 años que no tienen nada. ¡Ayuda, por favor! Colombia es un país rico, no somos un país pobre, pero necesitamos ayuda". Su voz, al borde del quebranto, calló. El trasiego de gente subiendo y bajando en las paradas centrales de esa línea 1 continuó. Ella, con sus auriculares, mira hacia afuera, hacia un horizonte que no se veía por culpa de unas lunas empañadas. En Gipuzkoa viven 3.003 colombianos. Las masacres en Colombia no son solo colombianas. Son las de nuestros vecinos. Las que encogen el alma.