abíamos invitado a Esther para que nos hablara sobre cómo vive la juventud actual la espiritualidad, la interioridad, la sabiduría vital€ como se la quiera llamar. Ella nos propuso algo mejor: el relato de su propia vida, ilustrada con poemas, canciones y danzas que, en momentos oscuros, reavivaron en ella la llama vacilante.

Como cuando, a sus 17 años, sintiéndose muy perdida, de pronto, en la radio de la cocina sonó el poema de Machado en la voz de Serrat: "Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar". Fue como un rito iniciático, una revelación. Nada estaba escrito. Se sintió mayor, libre, ella. La vida la llamaba. Llena de alegría, dijo "aquí estoy", se decidió a caminar por sí misma y se acercó al yoga, que resonó armónicamente con su educación cristiana.

Sin embargo, durante largos e intensos años creyó que la vida le exigía ante todo engrosar su currículum: violín, idiomas, Filología Francesa, instituto, becas, docencia universitaria en Lyon, amores, rupturas, retornos, máster en musicoterapia, oposiciones, escuela de idiomas, tesis, profesora en la UPV, siempre más y más. "Soy un ejemplo -de ninguna manera un modelo- de individuo posmoderno en esta sociedad vasca, occidental, capitalista y competitiva". Cuanto más corría, más prisa le entraba. A más acopio, más vacío. A más esfuerzo, más fisuras. La música, poema cantado, le salió siempre al encuentro, ha sido cada vez su lámpara, su ángel de la guarda en las encrucijadas más difíciles. Como cuando, en un concierto en vivo y en directo, Leonard Cohen inundó el BEC de Bilbao con su sobrecogedor Anthem: "Que doblen las campanas que aún pueden sonar. Olvida tu ofrecimiento perfecto. Hay una grieta en todo. Así es como entra la luz". Lágrimas incontenibles de luz y de consuelo la anegaron. O como cuando descubrió Christine de Christine and the Queens, la danza en su pureza, sin artificio ni postureo. Nueva epifanía del Infinito, del Fondo sin fin de todo cuanto existe, de su propio fondo verdadero hecho de libertad y de amor.

De modo que, mirando atrás, puede decir: "Tengo la impresión de que nunca he estado perdida". Hay estelas en el mar. Hoy, su certera e inconfundible voz interior la llama a seguir caminando, sin miedo ni caminos trazados. Y siente la imperante necesidad de pararse un poco, reposar el ritmo, respirar a fondo, encontrar su equilibrio profundo. Basta de correr, basta de currículos. Es hora de ahondar, acoger, atender. De dejarse alcanzar por el espíritu que vibra en cuanto la rodea: las personas, las tareas, el arte, el campo y el mar. De vivir en resonancia.

Traía consigo justamente el último, voluminoso, libro del sociólogo Harmut Rosa, Resonancia, análisis de nuestra sociedad gravemente lesionada por la aceleración alienante, esa necesidad creciente de dominio que nos aísla, aliena, nos aleja de todos los demás y de nuestro ser profundo, haciéndonos perder contacto con la vida. El remedio de la aceleración, el camino para una "vida buena", es la resonancia, una relación resonante con el mundo que no cesa de sonar, hablar, llamar. Todo habla.

Resonancia. Esther ha encontrado la palabra y la metáfora que mejor expresan la experiencia profunda que la ha guiado hasta aquí y el camino a seguir en adelante. Quiere vivir en resonancia: abrirse plenamente al Misterio fundante de la realidad que, en las encrucijadas más difíciles de su vida, se le ha revelado, se le revela en la música, la poesía, la danza, los paseos nocturnos junto al mar de Lekeitio, los encinares silenciosos de Ereño. Quiere ser receptiva, dejar que la realidad resuene. Dejar que todo hable. Escuchar y cuidar. Salir de sí y hacerse disponible: "Heme aquí". Hubiera querido preguntarle: "¿Qué es para ti Dios?", y escuchar su respuesta. Pero en el aire resonaba la respuesta: "Cuanto ha dicho es una forma de decir DIOS".