L a primera vez que me partí la nariz no tenía ni uso de razón. La segunda, tampoco. De la que sí me acuerdo es de la tercera. Tendría seis o siete añitos, pero no olvido el sabor a sangre. Ni lloré, porque estaba preocupado de cómo lo encajaría la ama. Ella estaba en una tienda y fui chorreando en su busca... la entrada en el establecimiento fue como la llegada de Felipe y Letizia a la iglesia el día de su boda: todo Dios mirando. "Tranquila", le decía yo, mientras la ama gritaba, histérica. Años más tarde, me volví a reventar los morros con la bici. Estábamos de vacaciones y me llevaron al médico, que dijo: "Este niño tiene la nariz rota". Y mi madre exclamó: "¿Otra vez?". El galeno dudó entonces: "¿Ah, pero ya la tenía rota?". Cuando a los 22 me dieron un codazo en un partido y se me hinchó, ni fui al ambulatorio. De las tres operaciones, la última, ya con 40 tacos, es la de peor recuerdo. Es la única vez que me he mareado en mi vida: el médico tiró y tiró, hasta sacar metros de gasa de las fosas nasales. ¡Qué manera de entrar aire! Fue como un descorche, pero ni aún así conseguí respirar como es debido. Estos días de coronavirus, sin embargo, por fin empiezo a respirar por la nariz. Lo noto. Especialmente cuando estoy con gente. De forma inconsciente. ¿Será que estoy acojonado, sin saberlo? Voy a mirarme la fiebre...
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