Grecia y Turquía comparten poco más de 200 kilómetros de frontera. Como los que separan Irun y Santander. A 200 kilómetros de esa zona donde se halla la ciudad de Edirne -población similar a Donostia-, en Estambul animan a los inmigrantes a ir a Europa. Como si fuera un grifo, el Gobierno turco lo ha vuelto a abrir. Grecia repele a esos refugiados. Los devuelve a suelo turco. Algunos de ellos, sin dinero, teléfonos móviles ni mochilas. La Unión Europea, que vuelve a tener sobre la mesa el (complejo) problema que en 2015 decidió retrasarlo un tiempo, voló para respaldar al Gobierno heleno, el último responsable de que los agentes traten como tratan a esos inmigrantes (personas). No aceptará, dicen los jerarcas de la UE, ningún órdago turco. Aunque eso suponga reducir un drama humano a una cuestión de leyes y números. Como tantas veces vio Europa en su siglo XX. Como si antes de las leyes, que hay que cumplir, no hubiera realidades. Solo la comisaria de Derechos Humanos alertó del trato que se les está dando a los inmigrantes (personas). Mientras en Edirne chocan Grecia y Turquía por esa mentira de la frontera abierta. La pregunta flota: hasta qué punto defender la UE es plantarse en Grecia y alabar a su Gobierno. Hasta qué punto la única defensa de unas fronteras es defender la UE.