me gustaría hablarles de la novela de Günter Grass, pero lo voy a hacer de otra locura más profana: la concesión del Tambor de Oro, que hoy en día vale lo mismo que el de hojalata. No soy conocido, precisamente, por mi aversión al Día de San Sebastián, más bien todo lo contrario; por eso me suele gustar recordar que, en un inicio, este reconocimiento se otorgaba a aquellos foráneos que tenían una vinculación especial con la ciudad y contribuían a la difusión de su buen nombre -es indiscutible que Woody Allen encaja como anillo al dedo en ese sentido, más allá de informes municipales que ponen en cuestión el Estado de Derecho-. En cinco décadas el galardón se ha devaluado -si es que alguna vez tuvo un valor palpable- fruto, como siempre, de la instrumentalización política. El juguete se ha roto, tanto que ya no tiene sentido. La edición de 2019, incluso, diluyó la línea que lo separaba de las Medallas al Mérito Ciudadano al conceder el Tambor a una activista social. Lo siento por las personas y colectivos que se han molestado en proponer a Thor, al Athletic Club, a Mel Brooks y también por las que se lo han tomado algo más en serio, pero la apuesta debe ser clara: debe de dejar de concederse y, si es caso, únicamente fallarlo en situaciones extraordinarias; solo así la hojalata volverá a lucir dorada.