Vísteme despacio que tengo prisa. En mi casa siempre se ha utilizado mucho ese dicho, quizá porque la serenidad no ha sido nuestra principal virtud y somos muy precipitadas. Por no acordarme del refrán, el otro día me ocurrió algo, cuanto menos, gracioso. Salí a trabajar temprano y volví a casa a media mañana con el sano propósito de correr unos kilómetros (pocos). Así fue. Me cambié a toda velocidad y allí que me fui con las llaves colgando del cuello. No había recorrido ni 500 metros cuando me fijé en que me miraban. Como soy muy realista, supe de inmediato que no era por mi atlético estilo ni por mi velocidad. Me pasé la mano por la cara para secarme el sudor y cuando la vi color guinda me di cuenta: había salido a correr como la Obregón en sus posados veraniegos, pintada como una puerta. Además, para completar una imagen glamurosa, me había animado con unos pendientes de la Feria de Sevilla. En fin, que iba hecha un primor. Podía haber seguido con dignidad, como diciendo: ¡a mí me gusta correr arregladita, ¿y qué?, pero me dio tal vergüenza que retrocedí y volví a casa a limpiarme la cara como si no hubiera un mañana. Eso sí, estoy muy orgullosa de mí misma porque no me escudé en la idea de que no era el día y volví a salir, por otra ruta, eso sí.