Hace unos días nos juntamos en la campa de Pikoketa, empeñados en preservar la memoria de los fusilados, en recordar las razones por las que dieron la vida, y en continuar su lucha como mejor homenaje. Eso les prometemos, año tras año, frente a los árboles que los cobijan. Como familiar de uno de los fusilados, Bernardo Usabiaga, me invitaron a decir unas palabras, como es costumbre, y para no repetir lo dicho otros años, preferí dar algunos datos, quizá menos conocidos, fruto de mi investigación sobre los hechos, publicada en el libro Flores de la República. Datos que a veces son tan poéticos, tan reveladores como el relato más prolijo.

Los hechos ocurrieron al amanecer del día 11 de agosto de 1936, cuando el grupo de milicianos republicanos estaba desayunando en el interior del caserío de Pikoketa. Tomaban chocolate caliente, recién hecho, despreocupados, alegres. Eran jóvenes, en su mayoría miembros de la juventud comunista irunesa, chicos y chicas llenos de ideales, entusiastas, ajenos al ejercicio de la guerra, salvo algún carabinero leal a la República que estaba con ellos, y no habían dispuesto una buena guardia en el exterior, lo que permitió a las unidades franquistas tomarlos por sorpresa.

A pesar de correr el mes de agosto, hacía muy mal tiempo, llovía mucho y había una espesa niebla aquella noche, por lo que los franquistas reclutaron por la fuerza a un vecino de Oiartzun para que los guiara con precisión hasta la posición de Pikoketa. No querían perderse y estropear la operación, querían acabar con aquel puesto republicano que hostigaba desde la montaña, con su tiroteo de fusil y ametralladora, el paso de las unidades sublevadas fascistas desde Lesaka hasta Oiartzun, donde estaban acumulando las fuerzas para el asalto definitivo a Irun.

Los fusilados, o asesinados si se prefiere, pues fueron abatidos en la tapia del caserío sin juicio alguno, fueron 18, y no trece como indica la placa sobre el monolito recordatorio que se colocó en la campa donde se exhumaron los restos en 1978. Lo dice en sus memorias el cura Policarpo Cía, que acompañaba a los asaltantes de Pikoketa. Los franquistas llevaban sacerdotes en sus unidades militares, en sus columnas, batallones, tercios, para bendecir sus acciones de guerra, sus barbaridades, sus atropellos. En la placa hay trece nombres porque son los que fehacientemente se conoce que estaban allí, porque la exhumación de 1978, instigada por los familiares y una de las primeras de todo el país, si no la primera, fue conducida por el interés de rehabilitar el honor de los asesinados y la verdad de lo acontecido. No tanto por la exhaustividad de identificar a cada uno de los que allí estuvieran. En ese momento, con las mínimas condiciones democráticas, se trataba de restaurar la objetividad de los hechos, sepultada y prohibida durante más de 40 años. Lo esencial. Se recuperaron unos huesos, no todos, simbólicamente, entre ellos algún cráneo con el tiro de gracia. Se guardaron en un pequeño ataúd, que fue el que se llevó al panteón que cedió el Ayuntamiento de Irun en el cementerio. El cura dice 18 fusilados con el rigor de haber intentado con ellos el acto individualizado y concreto de la confesión antes de llevarlos al paredón. Parece por eso muy fiable. Solo dos se avinieron a ello, precisa luego Policarpo. Esos seis sin identificar, ¿quiénes eran? Es imposible saberlo. En los primeros días de la guerra, cada uno estaba y combatía prácticamente donde quería, donde dictaba su conciencia, su compromiso, su determinación. Incluso puede que hubiera algún extranjero, de aquellos solidarios que acudieron a Irun en las primeras horas de la guerra, gentes de las que ni sus familias sabían dónde estaban, polacos, belgas, franceses, italianos, o incluso mineros asturianos que también llegaron, o ferroviarios madrileños, atrapados por el corte de Burgos, y que se lanzaron al combate. Nadie sabía de ellos, nadie los podría ubicar en ningún sitio.

Había dos chicas presentes, Pilar y Mercedes, de 16 y 17 años, que murieron como unas valientes. Según la crónica del diario Frente Popular del 22 de agosto de 1936, antes de ser fusiladas, en el paredón, las dos chicas gritaron “¡Viva la República!”. Probablemente esa crónica está basada en el testimonio de Alejandro Colina, un superviviente que se escondió bajo unas ramas, camuflado por unas mantas, y lo escuchó todo. Según las memorias del sacerdote Policarpo, presente, las chicas gritaron “¡Viva Rusia!”. Lo cuenta con gran desprecio hacia ellas, llamándolas “esas mujerzuelas”. No podemos decir cuál es la verdad, pero, en todo caso, en ese momento histórico no era muy distinta una cosa de la otra, pues solamente la URSS ayudó a la República.

El lugar, esa campa de Pikoketa, donde fueron fusilados, representa su muerte, su combate por la libertad, su compromiso con la República por la que lo dieron todo. Pero también simboliza la vida, su vida llena de ideales, su vida solidaria, de lucha por una sociedad más justa. Porque antes de la sublevación franquista, antes de la Guerra Civil, ese era un lugar de encuentro y fiesta para los jóvenes comunistas iruneses. Ese mismo año 1936, el Primero de Mayo, tras una grandiosa manifestación en Donostia, era el primer Primero de Mayo tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones, los jóvenes socialistas y comunistas de Irun, que ya actuaban conjuntamente como la JSU, celebraron en esa campa una romería, amenizada con música y bailes. Por eso en ese lugar convergen simbólicamente como en ningún otro la memoria y la vida, los ideales de aquellos que cayeron, que aún siguen vigentes, por realizar. Por eso, allí les hablamos, les dijimos, a ellos, a los 18 fusilados, que les comprendemos, que hicieron lo correcto, que su lucha era justa y necesaria, que abrió los caminos nuevos por los que hoy transitamos, por los que seguimos adelante. Con ellos, junto a ellos.