Solo desde el cinismo o la candidez se puede defender que el juicio a los ocho jóvenes de Altsasu fue justo y no un montaje político. Por mucho que digan que se ajustó a derecho, por más que repitan que no hubo animosidad sino aplicación del código penal, por mucho que nieguen la venganza como motor de una acusación de terrorismo que la sentencia no quiso mantener porque hubiera sido un escándalo internacional, todo lo que rodea a este caso huele a injusticia, a un relato forzado para convertir una trifulca de bar en una “operación terrorista”, a un intento de seguir prolongando un estado de tensión y conflicto que tantos réditos electorales ha dado a la derecha en la España profunda.

Basta con asomarse a Internet para descubrir que conflictos y peleas de policías y guardias civiles fuera de servicio abundan por toda la geografía estatal. Uno de los casos más sonados fue la agresión sufrida por nueve guardias civiles en Algeciras, el 13 de mayo de 2018. Nada menos que cuarenta personas se lanzaron sobre ellos con el resultado de que ocho guardias de Grupos de Acción Rápida tuvieron que ser asistidos en una clínica por los golpes que recibieron mientras algunas voces gritaban ¡matadlos! No hubo acusación de terrorismo, y eso que una agresión de cuarenta personas sí pudo generar terror entre los agredidos.

Impresionante fue la agresión de un menor de edad en Melilla por cuatro policías fuera de servicio. Mientras dos le sujetaban otros dos le golpearon sin misericordia. Fue hospitalizado con heridas de consideración. Ese 18 de diciembre del año pasado pudo haberse generado un desorden público de envergadura en la ciudad colonial si otras personas hubieran tratado de defender al menor de 17 años, cuyo único pecado fue pedir la hora a uno de los policías, ignorando que lo era. Este hecho nos dice que a veces los cuerpos policiales del Estado son víctimas, mientras que en otras ellos mismos generan conflictos. Estos agresores produjeron terror, pero no fueron acusados de terrorismo. Víctima fue un guardia civil apuñalado en Don Benito por intentar mediar en una pelea de bar, el 1 de noviembre de 2018. No hubo acusación de terrorismo contra el agresor.

Cierto es que la palabra terrorismo, inventada para justificar enormes penas, se incluyó a la política de represión en Euskal Herria en el marco del plan ZEN (Zona Especial Norte) que era una guía para una guerra psicológica puesta en marcha en 1983, siendo ministro José Barrionuevo, implicado en el secuestro de Segundo Marey. El plan incluía el falseamiento de la realidad de manera de presentar el incendio de un cajero bancario como algo que generaba terror entre la población. Nunca me pareció aceptable quemar cajeros o contenedores de basura, pero llamar a eso terrorismo era una forma de dar cobertura a penas no proporcionales y abusivas. Ya por entonces el genial e inolvidable periodista Javier Ortiz escribió un antológico artículo en el que explicaba que terrorismo es aquellas prácticas que crean terror entre la población y no otra cosa.

Por eso mismo me parecería fuera de lugar que se aplicara la ley antiterrorista en los casos que acabo de citar, incluido el de Algeciras. Pero es que el caso Altsasu tiene todos los ingredientes de un montaje maniqueo en el que, por cierto, han participado algunos periodistas fabricantes de mentiras. ¿El objetivo? Conseguir una sentencia ejemplar que criminalice determinados comportamientos juveniles, al tiempo que se envía un mensaje al conjunto de la sociedad estatal de que el terrorismo sigue vivo y que leyes y tribunales especiales siguen siendo necesarios. El tribunal terminó concediendo razón a las defensas en cuanto a que no hubo terrorismo, pero aplicando desórdenes públicos, resolvió igualmente sentencias abusivas de entre 2 y 13 años. El objetivo estaba cumplido.

La aplicación de la Ley Antiterrorista se da casi siempre en Euskal Herria. Tenemos ese privilegio de ser tratados por el Estado como una excepción. Puede ser que nos teman. Pero en todo caso se trata de una anomalía que casa mal con un Estado de derecho. Desde luego es un ejemplo de cómo hay leyes infumables, sectarias y parte de un arsenal antidemocrático. ETA ya no está, se fue. Pero las acusaciones de terrorismo y de todo es ETA continúan a discreción de quien puede gestionarlas desde la política, la judicatura o los medios de comunicación. Los jóvenes son los primeros candidatos a sufrir semejante manipulación. Así se ve como una pelea de bar, que en absoluto justifico, puede derivar en un tribunal de excepción, cuando lo normal, lo lógico, lo sensato, es que fuera juzgado por un tribunal de Navarra.

En realidad lo que hace el Estado, en este caso, es recordarnos que somos una realidad diferente, bastante desconectada subjetivamente de España y, por consiguiente, siempre sospechosa, frente a la que hay que estar alerta, vigilante, para aplicar el palo más largo y duro. No somos de fiar. Y por eso en realidad, quienes más pierden con el tratamiento del caso Altsasu, son los que quisieran vernos unidos a España, pues las condenas de los ocho jóvenes, a su pesar, son una fuente de nuevos independentistas. ¿Cómo vamos a querer estar unidos a quien nos maltrata? Y recuerdo que para querer separarnos no hace falta ser nacionalista, basta con tener una forma de ver la democracia.

El caso Altsasu no ha dicho la última palabra. La dignidad de los familiares -que nunca han negado que se viera el asunto en un juzgado ordinario de Navarra, al igual que lo pidió el sensato Gobierno de la comunidad foral-, y de una gran parte del municipio navarro, logrará que si no es en Madrid sea en Estrasburgo donde se clarifique la naturaleza de lo ocurrido aquel 15 de octubre de 2016.