Acabo de leer el libro Putas y guerrilleras (Ed. Espejo de la Argentina-Planeta 2014), escrito por Miriam Lewin y Olga Wormat, dos militantes montoneras, guerrilla de inspiración peronista de izquierda que pretendió una revolución en Argentina y acabó sirviendo de coartada para una dictadura militar. Me siento como si me hubieran dado una paliza. Es una manera de hablar porque en mi vida he recibido una paliza, de la misma manera que ni en cien vidas podría aproximarme a comprender la vileza humana que conllevó la represión ejercida por los militares durante los años 1976-1983 en lo que llamaron pomposamente “Proceso de Reorganización Nacional”. Hemos oído y leído sobre la tortura, los desaparecidos, los niños robados, los vuelos de la muerte. Hemos visto los juicios contra los miembros de las Juntas Militares: Videla, Massera, Viola? Recientemente, los juicios contra represores de inferior grado pero no menos feroces, como el capitán Astiz. Lo que era menos conocido, por vergonzoso en extremo, y adelanto que la vergüenza maquilla el crimen casi tanto como el desconocimiento de los hechos, eran las violaciones de las detenidas. Ustedes dirán que el abuso sobre el cuerpo de la vencida -no eran otra cosa las guerrilleras detenidas por los militares- es cuento largo en la historia de la humanidad. Y llevándome de la mano desde la Guerra de las Galias de Julio César a la Guerra Civil española, pasando por la toma de Berlín por el Ejército Rojo, las esclavas sexuales chinas, coreanas o filipinas del Ejercito del Japón, la guerra en la antigua Yugoslavia y tantas otras, la última las denuncias por casos similares en las FARC en Colombia, me preguntarán: entonces, ¿qué hay de nuevo en lo que pretende contarnos?
Ellas pensaban que sobrevivirían o, al menos, alargarían un poco más su existencia. Ellos, que se habían “quebrado” y lo habían hecho al modo de las mujeres: convirtiéndose en putas. Lo curioso es que los militares eran de la misma opinión pero lo veían a su manera. Se decían que si una chica (no olvidemos que la mayoría de las montoneras estaban entre los 17 y los 25 años) decidía entrar en la guerrilla ya era puta desde antes; y si no, ¿en que se parecían esas rebeldes que tomaban la píldora, trabajaban o vivían fuera de casa y vestían con aquel descaro a sus pacatas novias que simplemente se dedicaban a esperar las graduaciones o ascensos para contraer santo matrimonio? Así pues, los marinos de la ESMA no se veían como violadores, sino como conquistadores de mujeres y redentores de descarriadas que si se mostraban sumisas quizás, solo quizás, podrían salvar la vida.
Hubo quien no se quebró, verdaderas mártires que accedieron al panteón de las heroínas, muy pocas y con algo en común: sabían de antemano que una vez detenidas nunca saldrían con vida. Norma Arrostito, dirigente fundadora de los Montoneros, fue la más carismática. Involucrada en el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu, cuya ejecución puso en marcha la siniestra maquinaria del crimen de Estado y de la dictadura militar, Arrostito era admirada por la caterva de represores que componían el staff de la ESMA. Esos militares se declaraban caballeros cristianos y habían sido aleccionados por sus capellanes para reprimir sin límites y sin mala conciencia pues “Dios así lo quería”. Caballeros que usaban como apodo nombres de animales? y esto valdría un punto y aparte psicoanalítico: el Delfín, contralmirante Chamorro, jefe nominal de la ESMA; el Tigre Acosta, jefe efectivo; el Rata, Antonio Pernía, eficaz torturador; el Gato, González Menotti, y por encima de todos el Negro, el almirante Eduardo Massera, co-dictador y con ambiciones políticas, pues se pretendía heredero del mismísimo Perón. Con sus antecedentes, Norma Arrostito sabía que no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir. Cada charla política con sus verdugos era un estirar el delgado hilo de su vida. Su deseo era una muerte limpia. Le pidió a el Delfín que de propia mano la matase de un tiro. No fue posible. Aprovechando una salida del jefe, el Tigre Acosta ordenó que le pusieran una inyección de gasolina. Entre dolores inimaginables murió quien desde el momento de su captura ya sabía su destino. Pero, ¿y las demás? ¿Cómo saber después de una violación o de una salida al apartamento Guadalcanal, donde llevaban a las presas para mantener relaciones sexuales, que el miércoles siguiente -día de los vuelos de la muerte- no iban a ser drogadas y trasladadas a un avión militar para ser arrojadas al mar? ¿Cómo entender lo ininteligible? Como que el Tigre Acosta prometiese a Miriam Lewin, coautora del libro que comentamos, que ella sí iba a sobrevivir porque se lo había dicho “Jesucito” (Jesusito) sentado sobre su hombro izquierdo. Este hombre, que decidía quién volaba a la muerte y quién no, trasladaba al Hijo de Dios la responsabilidad de sus crímenes. Huelga decir que si eras “moishe”, judía, las posibilidades de supervivencia eran casi nulas. Miriam era judía y sobrevivió. ¿Por qué? Porque el Tigre así lo quiso; al fin y al cabo era quien sostenía a Jesusito sobre su hombro. La mentalidad de los torturadores la sintetizó mejor que bien el escritor argentino-chileno Ariel Dorfman: “Puedes hacer lo que quieras con ellas, vamos, no vas a rehusar carne gratis? les gusta, si a todas estas putas les gusta?” (La Muerte y la doncella).
Algunas sobrevivientes de los centros clandestinos de detención en Argentina decidieron contarlo y al hacerlo se liberaron de su carga y nos mostraron la otra cara del heroísmo, la de la verdad amarga de la condición humana: mientras hay vida, hay desesperanza.