La salida del Reino Unido y la contundente respuesta europeísta de Francia ofrecen una nueva oportunidad para reconfigurar la Unión Europea. A pesar de la enorme abstención en las legislativas, superior al 57%, la composición de la Asamblea Nacional ha reforzado enormemente la posición del recién electo presidente de la República, quien contará con un masivo respaldo parlamentario. De esta manera, tras las débiles presidencias de Sarkozy y Hollande, durante las que la canciller Merkel ha dominado en solitario el Consejo Europeo, Francia va a poder, sin la rivalidad e interferencia británica, reforzar su posición. Tras la unificación y un largo periodo de ajuste interterritorial y productivo, Alemania se ha convertido en la gran potencia demográfica y económica de Europa y aún lo será más tras el brexit. Pero el soliloquio alemán que ha acompañado a la Unión desde la crisis de 2008, en especial como lenguaje de la Eurozona, debería dar paso al diálogo y venir acompañado de reformas. Aunque ya no sea factible volver al viejo eje franco-alemán, Francia puede tratar de liderar a otros Estados miembros para evitar las pretensiones de configurar una Europa alemana.

La creación de un presupuesto de la Eurozona que posibilite una transferencia de recursos desde las economías excedentarias del norte a las deficitarias del sur, de un Tesoro Europeo que actúe como garantía frente a las crisis, o la mutualización, aunque sea parcial, de la deuda, debieran incorporarse a la agenda europea. Las elecciones alemanas de septiembre, que muy probablemente reconfirmarán a das Mädchen, “la chica”, según el término acuñado por el recientemente fallecido canciller Helmut Kohl, debieran servir para consolidar el impulso hacia un cambio de rumbo. Por el momento, la Francia de Macron parece la única y quizás una de las últimas oportunidades para reorientar la zona euro. El proyecto de unión monetaria a cambio fijo fue diseñado sin querer asumir las enormes asimetrías económicas entre sus miembros, incluyendo prohibiciones de rescate o de emisión de bonos que se han demostrado fatales para la credibilidad comunitaria. Semejante diseño, al que el Bundesbank accedió a cambio de renunciar al marco, resulta insostenible en sus términos actuales para las economías más débiles, que ya no pueden recurrir a devaluaciones para recuperar competitividad. La posición de autonomía de la que goza el Bundesbank, respaldada socialmente en Alemania por motivos de su particular historia política, implica que más allá de un acuerdo M&M (Merkel-Macron), la última palabra le corresponderá al Banco Central Alemán. Y no está de más recordar que en tres ocasiones en el pasado, los intentos de las presidencias de De Gaulle, Giscard o Mitterrand de alcanzar acuerdos con las cancillerías de Erhardt, Schmitt o Kohl, fueron boicoteados por el todopoderoso Bundesbank que hoy preside Jens Weidmann, al que la prensa alemana, para curarse en salud, quiere como futuro sustituto de Mario Draghi al mando del BCE.

Pero las posibles mejoras de la zona euro que ejemplifica la falta de control democrático no debieran ocultar que la UE se ha diseñado como una esfera protegida frente a la democracia popular; como una suerte de cortafuegos para frenar la representación efectiva de su ciudadanía y la rendición de cuentas electoral. El modelo del Bundesbank creado en 1957 ha sido una avanzadilla para el diseño del BCE; y el Eurogrupo, un organismo “informal” apenas recogido en los Tratados que no elabora actas de sus reuniones, es la última manifestación de ese paradigma parademocrático. La europeización ha permitido la acumulación de nuevos poderes en órganos supranacionales no mayoritarios cuyas decisiones restan valor a las elecciones en las esferas estatales. Al limitar lo que los políticos y gobiernos pueden hacer, la UE se ha convertido en un instrumento de despolitización tecnocrática que ha devaluado las democracias estatales. Para justificar el déficit democrático, se ha solido apelar al excepcionalísmo de la integración y a la falta de un demos europeo. Sin embargo, Bélgica, Suiza, España o Irlanda del Norte, Catalunya o Euskadi demuestran que un fracturado demos nacional no impide poder recurrir al concepto de sistema político para poder analizar y comparar a la UE en términos democráticos. La UE, como los Estados-nación o algunas Naciones sin estado, también adopta y aplica decisiones vinculantes que implican obtener recursos, distribuir beneficios, regular comportamientos, simbolizar valores e identidades o dar respuesta a demandas políticas. De ahí que la cuestión, siguiendo las tesis ya expuestas por el malogrado politólogo Peter Mair, no es tanto justificar la falta de democracia de la UE debido a su originalidad sino tratar de entender por qué políticos nacionales que son líderes gubernamentales y de partido han construido un espacio político donde apenas hay papel para la política ni para los partidos. Es decir, por qué han configurado un sistema sin participación ciudadana ni rendición de cuentas.

Las respuestas a este interrogante varían. Por un lado, como la legitimidad democrática en la UE no puede alcanzarse como en el Estado-nación, dado que no es posible la formación de la voluntad mayoritaria mediante la competición entre partidos a nivel europeo, ya no se trataría de adaptar Europa a la democracia sino la democracia a Europa. Además, la UE y sus órganos no mayoritarios posibilitan que, mediante la externalización de decisiones, los políticos nacionales eludan responsabilidades y controles sobre decisiones impopulares. Por otra parte, la UE se puede interpretar no tanto como una excepción sino como un síntoma de que las formas tradicionales de legitimación política ya no funcionan. En un contexto posdemocrático, la UE sería una solución a las incapacidades de la democracia popular. La UE se habría construido para ser una alternativa a la democracia convencional y no solo para obtener ventajas de economías de escala. La UE, establecida como un gobierno ejecutivo, fuera del espacio publico de comunicación, deliberación y debate que caracteriza a la democracia, se justificaría en la eficacia. Para el paradigma neoliberal, más participación y publicidad no equivale a mejores decisiones y el gobierno de expertos e independientes se prefiere al dominado por la política y los políticos. Pero la credibilidad de semejante ideología tecnocrática de legitimación por resultados, que ha dominado el proyecto europeo durante décadas, ha quedado seriamente comprometida con la gestión de la crisis, un crecimiento débil y el aumento de la precariedad y el desempleo.

Como la diferencia entre lo que es europeo y lo que es nacional cada vez es menos evidente, la insatisfacción sobre el conjunto del sistema político ha dado paso a un nuevo ciclo donde los partidos de gobierno disputan las elecciones europeas y nacionales a un variopinto movimiento populista y a una creciente abstención mientras la negativa del europeísmo neoliberal a reconocer una oposición interna promueve el euroescepticismo y la eurofobia.