George Orwell publicó en 1949 la novela de ficción distópica: 1984, que mantiene hoy todo su valor político. En sus páginas introdujo conceptos como la omnipresencia vigilante; el Gran Hermano o el Hermano Mayor; los ministerios del Amor, de la Paz, de la Abundancia, y de la Verdad; la habitación 101; la policía del pensamiento; y la neolengua que, si escarbamos un poco, siguen teniendo preocupante actualidad. Especialmente, ese invento catártico llamado “Los dos minutos del odio”, ideado por los Estados totalitarios o con un evidente déficit democrático. En la novela de Orwell, las gentes dependientes están obligadas a participar activamente una vez al día en esos dos minutos de odio. El Partido Único insta a todos los habitantes a acudir a determinadas salas (medios de comunicación) en cuyo fondo está instalada una gran pantalla. Allí tras el consiguiente chirrido inicial aparece Emmanuel Goldstein, el gran enemigo del Estado, el renegado por excelencia, el causante de todos los males, que en un tiempo fue súbdito leal y figura prominente del Partido, pero que se tornó contrarrevolucionario y traicionó la confianza de la gente. Detenido, fue condenado a muerte, pero misteriosamente logró huir y está en paradero desconocido. Durante esos dos minutos de odio, los habitantes (que no ciudadanos) vociferan, le insultan, le abuchean, le escupen, contagiándose los unos a los otros un lavado de cerebro, una sensación de complicidad, despersonalización y masificación que los transforma en sujetos autómatas, aptos para la obediencia, la docilidad y para recibir las órdenes del Gran Hermano, que aparece también en pantalla acompañado de una parafernalia paternalista, y complaciente. Emmanuel Goldstein es el gran hallazgo de algunos Gobiernos, que pueden presentarlo con distintas versiones: independentista, nacionalistas radical de izquierda, terrorista, republicano, titiriteros, o librepensador. No me gustan las sociedades orwellianas, solo aquellas donde se respeta y anima a la crítica y a la libertad.