Las llamadas líneas rojas no son un gran invento de los partidos políticos españoles. Son mera terminología bélica, extraída de las películas norteamericanas de guerra. Claro, que algún castizo pretende que en realidad derivan de las camisetas de algunos equipos de fútbol, como el Athletic, el Atlético, el Rayo, el Sporting o el Granada. En realidad, significan que en las conversaciones entre formaciones políticas se puede hablar de todo, menos de lo que resulta conflictivo. Una especie de diálogo seccionado, es decir lo contrario de lo que se pretende con un diálogo que es escuchar y entenderse. Quien traza un línea roja en una negociación, ni quiere negociar, ni desea oír, ni que le hablen. Es una pérdida de tiempo, algo inútil y estéril. Para llegar a acuerdos hay que hablar de todo y entre todos los involucrados. La línea roja me recuerda la fórmula del shoefiti que también inventaron los norteamericanos. Al parecer su nombre viene de shoe (zapato) y grafitti que hizo furor hace unos años. Se trataba de colgar pares de zapatos, playeras, botas de los cables de la luz, teléfono o farolas. Cada uno le daba una interpretación, la que más le apeteciera. Unos dijeron que eran códigos secretos de las bandas callejeras, otros que indicaban los puntos concretos donde se vendía la droga, otros que era una nueva tendencia de street art o arte urbano. En América central tomó nombres distintos; por ejemplo en la República Dominicana era guidar los tenis y era una muestra de luto y respeto por la muerte de algún familiar. A mí cuando veía las zapatillas colgadas en Malasaña, Chueca o Lavapiés, siempre me recordaba la cuerda para colgar la colada. Algo que no tenía sentido, una cháchara sin ningún contenido. Pues lo mismo pienso cuando nuestros políticos piensan en el futuro del país, en la política del cambio, pero ponen por delante su negativa a debatir aquellos temas más candentes, que preocupan a la sociedad. La política del miedo, de los inmovilistas, de los que temen darle la vuelta al calcetín.
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