menos conocida es, sin embargo, la reacción de otros sectores sociales que lo que critican de la campaña del ejecutivo territorial guipuzcoano es que niega el sujeto político propio, que sería la Navarra entera, y lo sustituye por “una representación culturalista de la comunidad lingüística”. Este último discurso es una expresión más de la diversidad de representaciones histórico-políticas en las que sustentamos la lucha por la libertad de nuestro pueblo. Todas ellas muy útiles y respetables.
Así, la idea de Euskalerria ha levantado testimonio secular de nuestra común filiación cultural, el modelo Euskadi como patria de los vascos revitalizó las energías políticas de un pueblo derrotado y humillado, el imaginario soberanista de la Nafarroa Osoa ha revivido nuestros orígenes pirenaicos y el pensamiento clásico foral preservó, sobre el pacto primitivo, la personalidad libre de las instituciones y los habitantes de los territorios, que convivieron en sociedades auto-organizadas de acuerdo con las normas comunes pirenaicas. Todos ellos son ahora mismo formas vivas, aunque diversas, de memoria colectiva, que han cumplido una función esencial a lo largo de nuestra dilatada historia.
Todos estos relatos históricos han generado mentalidades, sistemas de valores arraigados socialmente, que nos han protegido en las coyunturas más críticas. Sin ellos, probablemente los vasco-navarros no habríamos podido mantener nuestra condición diferencial ni podríamos siquiera pensar en las opciones que hoy se nos abren ante el futuro. Por lo tanto, ¿por qué habríamos de renunciar a ninguno de estos relatos? Casi todas esas narrativas tienen sus defensores en la escena política actual. Lamentablemente, el pensamiento foral clásico, más allá del ámbito académico, tiene pocos amigos conocidos. Por eso mismo, merece la pena defenderlo y reivindicar su servicio histórico.
Manuel de Larramendi (1690-1766) fue el máximo exponente de la doctrina foral guipuzcoana. En sus combativas obras rememora el pacto entre el rey y la provincia. En qué medida ese pacto es simulado o no es un interesante desafío para los historiadores obstinados en los acontecimientos. A los preocupados por las creencias sociales les puede interesar, no obstante, hasta qué punto esa idea de pacto era socialmente asumida.
Larramendi quería hacerse eco del espíritu popular del momento. La ideología social dominante de esa época da por bueno el pacto originario, al que el religioso hernaniensis califica como “mayorazgo de Dios” (entendido en el sentido más propio de la troncalidad pirenaica, como bien a transmitir íntegro a las generaciones venideras), porque “jamás podrá Guipúzcoa ceder su mayorazgo voluntariamente a otros”, lo que le opone ante un rey al que advierte que dejará de serlo de Gipuzkoa si no guarda los fueros y libertades de la provincia. Éstos se sitúan el fondo del mayorazgo, como núcleo foral tan inviolable, irrenunciable e inalienable como el pacto voluntario. Son los “fueros primitivos, esenciales, radicales, que vienen de tiempo inmemorial, ni se les debe Guipúzcoa a ninguno de los Reyes”. Se tratan de la libertad originaria del país, la libertad de comercio por mar y tierra, la hidalguía universal y la exención de tributos. Si el rey no buscaba quebrantar el pacto, poco podía intervenir en el gobierno de nuestros asuntos, que dependían más bien de las costumbres y de las normas aprobadas por las instituciones del territorio.
Mientras en el continente europeo, durante los siglos XVI y XVIII, la mayoría de los países caían en el absolutismo (a veces enmascarado como ilustrado), los guipuzcoanos de la misma época defendieron con uñas y dientes que la legitimidad política dependía del cumplimiento por los monarcas de los pactos realizados con las gentes autogobernadas de los territorios forales. Defensa en la que destacó Larramendi. Levantó la voz, con su característico estilo “acre y mordicante”, contra contrafueros del monarca y ante renuncias de los propios representantes de la provincia. Reclamó de éstos -diputados y junteros- el cumplimiento de su “juramento” frente a la cesión a los intereses de la Corte y a que recuperasen ante el contrafuero el pase foral, a que resistiesen con el “se obedece pero no se cumple” inscrito en el pacto.
Desde la perspectiva de los hechos, nadie puede acusar a Larramendi de ser un agente al servicio del relato del poder, instrumento de la conquista mental que el poder pretendería lograr en los países vascos. Al contrario, puede considerársele como un representante de la vox populi guipuzcoana. Es el hombre que enarbola el sentido común dominante -la doctrina foral- frente a las maquinaciones del poder político, incluso de las elites del país.
Este sentido común es, además, avanzadamente democrático. Es una delicia leer la defensa que hace Larramendi del pueblo como titular del poder político frente al absolutismo de un parlamentario parisino, en la que plantea argumentos muy coincidentes con los de John Locke y enfrentados a los de Maquiavelo, Hobbes y Bodin.
Por fortuna, Larramendi no es el único representante de este pensamiento foral. Desde el siglo XVI, esta corriente foral se extiende, a través de un discurso análogo, por todos los territorios forales, y sirve de trinchera ideológica contra el absolutismo y el jacobinismo uniformista que vendrá después. Finalmente, aún con la pérdida del poder político a fines del XIX, ese persistente sustrato cultural fecundó, junto con otros aportes, el naciente movimiento nacionalista. No es poca cosa.