solo la deuda pública aumentó desde 2000 en 45,5 billones de euros. Si dividimos el mundo en países desarrollados y subdesarrollados, descubrimos que el problema es la ausencia de crecimiento económico real en los primeros; sus 20,8 billones de dólares de crecimiento están dopados con 36,7 billones de dólares de aumento en la deuda pública, mientras que las regiones emergentes aumentaron su valor en 23,9 billones de dólares y su deuda pública, solo en 8,7 billones.
El tremendo aumento de la deuda desde el desencadenamiento de la crisis ha acelerado un fenómeno que ya venía de antes. En los siete años anteriores a la crisis (2000-2007), el crecimiento económico en Estados Unidos fue de 4,2 billones de dólares y la deuda de 4,8, mientras en la eurozona experimentamos un crecimiento de 6,1 billones de dólares financiado en más de la mitad con deuda, por valor de 3,9 billones. En los siete años siguientes, el descalabro está siendo monumental: 2,7 billones de dólares de crecimiento en Estados Unidos, a costa de 7,7 billones extra de deuda; una reducción del PIB de 400.000 millones de dólares en la eurozona, y además, una acumulación de 3,2 billones extra de deuda pública. Y todo esto sin contar con el endeudamiento privado de familias y empresas no financieras, que en Estados Unidos ha crecido en lo que va de siglo en 11,5 billones de dólares, y en la eurozona, en unos 5,5 billones de dólares.
El problema del endeudamiento masivo no es por tanto una consecuencia directa de la crisis financiera -aunque esta ha agravado el problema- y la ausencia de crecimiento ni siquiera se le puede achacar en exclusiva a las nefastas políticas de reducción de salarios y de transferencias sociales a las que denominan “ajustes estructurales”. Se trata de un problema de estancamiento estructural, sí, pero más profundo de lo que se reconoce en los diagnósticos al uso, incapaces de pensar más allá de los dogmas del pensamiento económico extremista y fanático neoliberal dominante en Occidente.
Los responsables políticos con disfraz de tecnócratas (FMI y BCE) o de burócratas (Comisión Europea) siguen insistiendo en que la mejor terapia para la falta de crecimiento y para el endeudamiento masivo público y privado es seguir una cura de adelgazamiento del Estado que libere recursos suficientes para generar nuevas oportunidades de negocio privado (privatizaciones) y para generar un superávit de ingresos sobre gastos descontados los gastos por pago de intereses (superávit primario) que permita no endeudarse más e ir amortizando poco a poco la deuda acumulada. Que lograr deshacerse de la deuda hasta reducirla al 60% implique a todos los países mediterráneos de la eurozona tener que generar un superávit primario de entre el 2% del PIB en España al 5% en Grecia durante 20 años, algo evidentemente irrealizable, parece no preocupar a los creyentes del ajuste.
Y para crecer y generar empleo la receta es la que se lleva aplicando desde hace más de una década, solo que en dosis incrementadas: bajar los salarios. Que el resultado de la aplicación masiva de esta terapia desde 2010 en Grecia, Portugal, Irlanda, Chipre y España haya sido un aumento del desempleo mayor que el generado por la propia crisis financiera (estos países perdieron por la crisis financiera y el estallido de la burbuja 1,8 millones de empleos y con la aplicación de las políticas de ajuste de la condicionalidad de los nuevos créditos, tres millones más) parece no preocupar demasiado a los que toman las decisiones sobre las políticas públicas. O que el resultado tampoco sea el crecimiento sino el mayor estancamiento en Europa desde hace un siglo, con deflación (caída de precios) que aumenta el valor relativo de cada euro de deuda, pues tampoco parece que afecte mucho a la orientación general del asunto.
El negacionismo llega hasta el punto de que el Gobierno español, uno de los más aplicados discípulos de las recetas neoconservadoras, es capaz de presentar como un gran logro de su política el que la Comisión haya pasado de prever en otoño pasado que en 2015 el PIB español aumentaría en 23.300 millones de euros, a decir ahora que lo hará en 13.800 millones? y solo porque la previsión de inflación ha pasado del 0,5% en otoño al -1% en invierno, y con esa deflación, aparentemente, la segunda cifra “vale más” que la primera.
Para salir del atolladero hace falta un cambio de rumbo fundamental en las políticas, y por eso es tan importante la victoria en Grecia del primer partido político que llega al Gobierno con un programa que rechaza abiertamente el ajuste estructural. Resulta imposible desde un punto de vista técnico justificar que para enfrentar los problemas de la eurozona haya que insistir en políticas de apretar el cinturón a trabajadores, pensionistas y sus familias hasta dejarles sin aliento, pues se ha demostrado que esas políticas no aumentan el crecimiento y reducen la deuda, sino lo contrario.
Pero si se persiste en el ajuste como receta básica no es tampoco por empecinamiento dogmático, aunque dogma hay, y mucho, entre los políticos y los tecnócratas que les asesoran. La causa fundamental es que cualquier respuesta alternativa supone modificar el balance de ganadores y perdedores de las decisiones públicas. Son los agentes detentadores de la deuda, y por tanto beneficiarios de los intereses de la misma, los que presionan para mantener las políticas que evitan la desvaluación de la deuda por la inflación o por quitas. En primer lugar, los bancos estadounidenses y británicos, que detienen una cuarta parte de la deuda externa pública y privada de la eurozona, los bancos franceses (18%) y los alemanes (13%), pero también los de los países euromediterráneos, italianos o españoles, que detienen en torno al 12% de la deuda externa de la eurozona y una parte sustancial de la deuda de sus propios países.
Hay que pasar de ajustar la economía para adecuarla a la deuda, a una política de ajustar la deuda para adecuarla a la economía. Pero esto haría un agujero sustancial en muchas de las entidades financieras europeas, que aún no se han recuperado de los excesos de la barra libre de crédito anterior a la crisis. El asunto no se resolvería solo con dotar de mayores previsiones por créditos fallidos. El volumen de deuda implicado es de tal calibre que sería necesario modificar el funcionamiento del sistema financiero en su globalidad, con una intervención directa y una restricción de actividades y negocios financieros, que las grandes fortunas están dispuestas a evitar por todos los medios posibles. Las grandes multinacionales acompañan esta resistencia, pues desde hace años generan una parte sustancial de sus beneficios mediante la gestión de su cartera financiera.
Además, en los países en los que los sistemas de pensiones privadas representan una parte importante de las pensiones de los jubilados, los gobiernos estarían obligados a resocializar el sistema de pensiones. Alemania es el país más afectado por este asunto y esto explica en gran medida la actitud de sus políticos y de su opinión pública, en la que las clases medias ahorradoras y los pensionistas, en el país más envejecido de Europa, influyen mucho más que la clase obrera tradicional o el nuevo precariado alemán.
En toda coyuntura en la que se dilucida un desafío histórico son las alianzas políticas y sociales dominantes las que pueden adoptar las actuaciones decisivas para resolver los problemas de su tiempo o enquistarlos hasta que surjan la violencia y la muerte que terminen por extirparlos. Así ocurrió en la transición al capitalismo, con la monarquía constitucional-burguesa inglesa y el absolutismo francés como arquetipos de solución la una y de bloqueo el otro. Durante la gran crisis del siglo XX, el New Deal norteamericano aparece como salida al liberalismo inoperante, mientras en Europa, coaliciones incapaces de dar salida a la crisis se traducen en el desmoronamiento político y social y el auge del fascismo y la guerra. De ese calibre es la coyuntura histórica en la que nos encontramos, y al parecer, en la UE, más que al nuevo Roosevelt, tenemos a los émulos de Chamberlain y de Poincaré al mando de la nave.