Ellos, los mercados
Como profetizó Gandhi, muchos años después, un padre trató de explicar, ante la mirada curiosa de su hijo, cuál había sido la dinámica histórica que les había empujado a aquel futuro, ya convertido en presente, que les tocaba vivir. Hubo una época en la que se consiguieron avances muy importantes en el estado de bienestar de algunos países. Si bien no hay que olvidar que el modelo capitalista no fue capaz de dar una respuesta adecuada al conjunto de la humanidad ya que dejó de lado a amplias regiones que quedaron condenadas al subdesarrollo y la pobreza. Era la época en la que sonaba una melodía diferente que procedía del otro lado del Elba. Durante aquellos años, el modelo capitalista fue capaz de dar lo mejor de sí mismo. Se logró la universalización de la educación y de la sanidad públicas. Sin duda, dos de los hitos más destacados de aquel siglo que se fue. También se pusieron en marcha mecanismos de solidaridad intergeneracional como el sistema público de pensiones y el seguro de desempleo.
A pesar de que todo sea mejorable, llegó a alcanzarse el nivel de equidad más elevado a nivel social de la historia. Emergió una poderosa clase media que se benefició de dicho auge y sirvió para apoyarlo en función de una capacidad de consumo al alza por la continua mejora de sus condiciones saláriales. La masa salarial alcanzó su porcentaje más elevado en detrimento de las rentas de capital. Los indicadores de distribución de renta, como el índice de Gini, alcanzaron su mejor nivel de la serie histórica. El modelo capitalista se demostró como un prodigioso acumulador de riqueza.
Sin embargo, llegó un momento en el que todo cambió. La música distinta que sonaba en el este de Europa fue perdiendo paulatinamente su fuerza con cada nuevo año que pasaba. Al principio fue algo imperceptible, pero con los años el nuevo modelo nos enseñó su verdadera carta de naturaleza con toda su crudeza. El submodelo que buscaba el pleno empleo de los factores de producción y la mejora económica de la clase trabajadora, dejo paso a algo muy diferente. Palabras como productividad y competitividad pasaron a ser mantras absolutos en el nuevo modelo de capitalismo neoliberal. Las personas fueron alienadas para que se pusieran al servicio absoluto de los intereses neoliberales. Pasaron a ser simples cifras manipulables en función de los intereses espurios del gobierno de turno. Se convirtieron en meros peones sacrificables ante el altar mayor de los nuevos dioses de aquella nueva era: los mercados.
Los medios masivos de comunicación, se convirtieron en el nuevo opio del pueblo. Casi nadie se atrevía a pensar por su cuenta y menos a expresarlo en público. El pensamiento se convirtió en pensamiento único y venía dictado por los amos del mundo. Muchas personas sucumbieron al miedo y la desesperanza. Miedo a perder el trabajo. Trabajo cada vez más escaso y peor remunerado. Miedo por el futuro. Miedo a todo.
Y llegó la gran crisis económica que comenzó el año 2008. La situación se volvió insostenible desde un punto de vista social. La gente perdía el que había sido su hogar. Millones de ciudadanos pasaban frío en invierno al no poder costearse la calefacción. La situación se tornó desesperada. Oxfam calculó que cerca del 35% de los niños del Estado eran pobres. Una de las mayores tasas de la OCDE. Y muchos miles de ellos pasaban hambre. Tal fue la situación que el gobierno de Andalucía abrió en verano los comedores escolares para poder dar a decenas de miles de niños la que iba a ser su única comida caliente de aquel día. Y el gobierno central se vio en la obligación de actuar. Aprobó un plan extraordinario que sirviera de apoyo a todas esas familias sin ningún tipo de recursos. Cuando anunció dicho plan, la ministra de Agricultura cifró en dos millones las personas que pasaban hambre en el Estado. La partida presupuestaría de dicho plan alcanzo la mareante cifra de 40 millones de euros para todo el ejercicio. Tocaba a 20 euros por persona y año. Otro ejemplo de cinismo político tan de moda en aquella época.
El gobierno se llenaba la boca todo el rato hablando de las magnificas cifras del paro. Cuando no había más que bucear un poco en las estadísticas para darse cuenta de que se destruían puestos de trabajo indefinidos de jornada completa por decenas de miles mientras se creaban otros temporales y absolutamente infrarremunerados. Era la nueva forma de esclavitud del siglo XXI. El yo por menos que imperaba allá por los albores del capitalismo en las urbes industriales de Inglaterra. El reparto sistemático de la miseria entre la clase obrera.
Llegados a ese punto, hubo gente que empezó a hacerse muchas preguntas. Preguntas incómodas. Molestas. Porque no alcanzaban a encontrar una explicación racional a la profunda insatisfacción existencial que se padecía por aquellas fechas y sí a vislumbrar la perversión que había inoculado como un veneno el sistema neoliberal, desde la cuna hasta la tumba. Varias generaciones habían crecido en el culto al consumismo más desaforado, alentado con ganas por el sistema. Los viejos valores habían quedado atrás en algún lugar recóndito de nuestra memoria. Quizás inmortalizados para siempre en aquella escena sublime de Casablanca, cuando todo un país hizo callar al fascismo al son de La Marsellesa.
En muchos no había espíritu de lucha. Ni capacidad para ello. Muchos no habían conocido otra cosa más que le relativa abundancia y no supieron adaptarse a tiempo a la nueva situación. Había miedo. De todo. De todos. El sistema hacía tiempo que nos había dado jaque mate como sociedad. Estábamos anulados. Éramos entes individuales sin capacidad de unirnos entre nosotros. Cada uno solo miraba por su propio interés. Nunca una victoria resultó tan fácil.
¿O quizás no? Algunos empezaron a moverse. Pequeños átomos humanos en este gran tablero que era nuestra vida. Comenzaron a oírse melodías antiguas rescatadas del rincón de la historia. Renovadas y vivificadas por nuevas corrientes de aire y nuevas personas que las adaptaron a la realidad de nuestro tiempo. Algo se movía. Y corría de boca en boca: atrévete a pensar. Atrévete a ser libre.
Los mercados palidecieron de furia y miedo. Y pusieron a sus lacayos a trabajar para cortar toda muestra de resistencia de raíz. Comenzó a hablarse en amplios círculos académicos, del secuestro de la democracia. El pueblo era soberano para seguir los dictados de los mercados. Ni un paso más allá. Bajo amenaza de excomunión. La situación se tornó tan evidente que hasta el Papa llegó a intervenir para decir que el sistema capitalista no estaba sirviendo al objetivo último de aumentar la dignidad de la persona humana, sino únicamente al afán de lucro desmedido y al desprecio absoluto a la naturaleza y al ser humano en su más amplia concepción.
La situación se volvió surrealista. Cualquier propuesta que pusiera su enfoque en el ser humano, pasó a ser calificada de abiertamente populista. Cuando no se hablaba de comunismo. Alguna de dichas propuestas era la de dar cabida en la Constitución al derecho a una correcta alimentación de cualquier ciudadano del Estado. Muchos llegamos a la conclusión de que sí eso era comunismo, cualquier persona decente tenía que ser comunista. A la fuerza. Porque, ¿quién podía ser tan desalmado para no importarle que tantas personas pasaran hambre? Nadie, ¿verdad? ¿O tal vez sí?
En el terreno de las políticas económicas, la situación no podía ser más desalentadora. Una austeridad mal entendida y peor ejecutada. Una moneda única que actuaba como una camisa de fuerza para todos los países de la periferia europea. Diseñada al servicio y para mayor gloria de un único país, que dominaba el continente con un área monetaria deficientemente construida y que solo tenía un único beneficiario. Él mismo. Lo que no consiguieron las divisiones Panzer, lo consiguió un pedacito de metal que llevábamos todos en nuestros bolsillos. La sumisión de pueblos enteros.
Sin embargo, millones de personas clamaban contra la injusticia de unas políticas económicas suicidas. Amplias capas de la ciudadanía comenzaron a darse cuenta de que cada vez tenían menos que perder y algunos fueron capaces de dejar su miedo en la reserva para mejor ocasión.
¿Se podía entender al ser humano en plenitud estando este esclavizado? ¿Debíamos tolerar las injusticias que estaban pasando simplemente porque solo les pasaban a los demás? ¿Qué pasaría cuando vinieran a por nosotros? Quizás ya no quedará nadie a quien pedir socorro. O quizás simplemente, miraran para otro lado. Con la falsa esperanza de que se olvidaran de ellos.
Un cambio en las reglas del juego se convirtió en algo perentorio. Como el aire que respiramos a cada momento. Se llegó al convencimiento de que cada uno debía aportar lo mejor de sí mismo para tratar de cambiar las cosas y crear un nuevo orden social más justo. Un nuevo orden que volviera a poner a la persona donde debía de estar: en el centro de todas las cosas.