Je suis cette enfant
No tenía nombre. Sabemos de ella que tan solo tenía diez años. Que llevaba una bomba pegada a su pequeño cuerpo. De ahí, deducimos tamaños: por su edad, el de sus piernitas y sus bracitos; por las “al menos 20 personas” a las que mató, el de la enorme carga explosiva.
Los medios internacionales ni siquiera cierran la cifra. Basta una estimación. En su mayoría, por no concretar, ni siquiera dicen si ella misma falleció por culpa de los artefactos que llevaba encima. Para qué. Se sobreentiende, claro. Nada más nos cuentan de ella. Solo que murió y mató en Nigeria. Ya se sabe que, para ignorantes como nosotros, África es un país. No necesitamos saber más. No nos interesa.
Porque esta niña no tenía nombre, no tenía familia, no acudía a ninguna escuela, no tenía amigas, no tenía sueños ni miedos. No para nosotros. Menos mal que empatizamos tanto como para no responsabilizarla por su edad de lo que hizo. La culpa, ya se sabe, es de sus padres. Y de Boko Haram, el único nombre propio citado en las noticias en las que aparece. Un grupo de musulmanes fanáticos como Al Qaeda o el, ahora más de moda, Estado Islámico. Nos basta con eso. Poco más se contaba en los medios digitales sobre el suceso protagonizado por esta pequeña kamikaze (así la llamó un periódico) a lo largo del domingo 11 de enero. Había que bajar, y mucho, con el ratón para encontrarla. El mundo asistía desde la comodidad de su casa a la multitudinaria manifestación por los asesinatos de los dibujantes de Charlie Hebdo y los policías y clientes de un supermercado judío a manos de fundamentalistas islámicos. Al frente de ella, dirigentes mundiales, muchos de ellos con acusaciones y sospechas directas de crímenes contra opositores o contra enemigos de otras naciones. Muchos otros, cómplices en calidad de testigos, cuando no de colaboradores silenciosos. Eso sí, separados de los centenares de miles de personas anónimas que se congregaron en París. Por seguridad, ya se sabe. Por esa seguridad que encarcela a inocentes, los hace sospechosos de no sabemos qué, o los encierra en Guantánamo. Todo aquello contra lo que Charlie Hebdo dirigía su liberador y libertador humor.
Pero cómo no conmoverse, cómo no sentir rabia, cómo no solidarizarse con esos hombres y mujeres que hicieron del lápiz su arma contra la intolerancia y el fundamentalismo. Cómo no empatizar con los policías y los cuatro clientes de una tienda asesinados después. Cómo no indignarse ante la injusticia. Ni siquiera es necesario para ello llegar a la heroicidad de los diez miembros de la redacción de Charlie Hebdo asesinados, no todos tenemos vocación de héroe -yo no la tengo-, no todos seríamos capaces de seguir escribiendo y dibujando en libertad ante la amenaza de la muerte. A los periodistas nos hace falta mucho menos que eso para modelar nuestro mensaje, para adaptarlo a líneas editoriales, anunciantes y balances financieros. Es legítimo. Lo honesto es reconocerlo. Y a esos grandes medios, protagonistas estos días de barrocos editoriales, a ellos, quijotescos defensores de la libertad, la igualdad y la fraternidad, les sobran oportunidades que desaprovechar para ejercer un periodismo crítico con el poder que, a su vez, sea responsable con la sociedad.
Abogados que van camino de un juicio en calidad de defensores, plagado de policías y periodistas que darán cuenta de ello, son detenidos de madrugada, sometidos a incomunicación. Y los indignados valedores del papel de los medios de comunicación y el periodismo no cuestionan la estrafalaria y espectacular operación llevada a cabo en lugar de que se les fijara fecha y hora para comparecer ante el juez. Como no cuestionaron en su día que se cerraran dos periódicos cautelarmente. Sí, cautelarmente, antes de una sentencia condenatoria que nunca llegó. Y con (¿presuntas?) torturas sin investigar a periodistas. Claro, es más glamuroso y moderno hablar de Charlie Hebdo que de Egin y Egunkaria. Muy chic lo primero. Lo último, muy de aldeanos. Esos excelsos defensores del periodismo y la libertad de expresión saben que los periodistas estamos obligados a agudizar el oído al mínimo atisbo de maullido. No vaya a ser que, como otras tantas veces, haya gato encerrado. Aunque después resulte que no lo haya, el periodismo habrá hecho su trabajo. Como el médico que encarga análisis que después arrojan negativo.
Sin preguntas, no hay periodismo. Atacar a quien las formula por el mero hecho de hacerlo, atenta contra el espíritu contestón de Charlie Hebdo. Pero queda muy bien sumarse a la ola en un editorial y no cuestionar en otro cómo es posible que estos abogados, terroristas, ya sin el adjetivo de supuestos, hayan estado tantos años en la calle si tan peligrosos son. Deberían dimitir los responsables de la seguridad del Estado que lo han permitido. ¿Dónde estaban? ¿Acaban de descubrirlo? ¿Justo cuando ETA ya no asesina? Pero, claro, hubo quienes miraban para otro lado cuando lo hacía. Claro, siempre, claro. Claro que ellos son los buenos. Y yo soy de los malos. Por preguntar. Y no podrán decir que no estuvimos con ellos cuando el odio los amenazaba. Ni ellos ni nadie.
Tan tolerantes ellos. Y siempre con la verdad, poseedores de valores absolutos. Pintores de una realidad cuyos contornos marcan con brocha gorda. En blanco y negro, sin matices para el color. Quien se sale de su línea queda fuera del marco. No lo hacían en Charlie Hebdo con sus pinceles. No atacaron al islam, al igual que no ha sido el islam quien les ha matado. Es válida y necesaria la conmoción surgida ante su premeditado asesinato. Es bueno que todas y todos hayamos sentido rabia, hay sinceridad en las lágrimas que se han derramado en la manifestación de París, en la intimidad o compartidas a través del perfil y los mensajes del WhatsApp, Twitter o Facebook. Hemos sabido de sus vidas, nos hemos emocionado con el llanto de sus parejas, nos hemos desgarrado ante la impotencia de sus compañeros.
El Je suis Charlie (yo soy Charlie) se ha convertido en grito global. No ha pasado lo mismo con nuestra niña sin nombre. Nuestra pequeña asesina. Tampoco nadie ha hablado de las “unas 20” (sic) personas que murieron con ella, ni de las 200, también aproximadas, muertas en Nigeria en la misma semana que 17 lo hacían en París. Todas víctimas. De la misma intolerancia, del mismo fanatismo. Qué hay de las personas que cada día mueren de hambre, de enfermedades fácilmente curables, qué hay de las víctimas inocentes de tantas injusticias que cada día acaecen en el mundo. ¿Cuándo dejaremos de sentir que hay muertos nuestros y muertos ajenos? Cuando los medios de comunicación y nosotros nos preocupemos por el nombre de esa niña, porque tendría padres, madre al menos seguro, y se lo pusieron al nacer. Diez añitos. Imaginémoslo en nuestra hija, nuestra sobrina, nuestra vecina? Quizá entonces no hagamos ya distinción. Je suis cette enfant. Yo soy esta niña.