Ayer se cumplió el cincuentenario de la muerte de Winston Churchill, el último en morir de los grandes de la II Guerra Mundial. Hitler había cometido suicidio; Mussolini había sido ejecutado por los partisanos; Roosevelt, agotado por su larga última enfermedad, no alcanzó a ver la victoria por el escaso margen de tres semanas; Stalin fue víctima de una apoplejía y de su paranoia: nadie se atrevió a penetrar en su alcoba durante la agonía porque nadie quería responsabilizarse de lo que ocurriese. Churchill, más afortunado, murió también de apoplejía pero en placidez, recibiendo visitas hasta última hora. Su funeral, celebrado seis días más tarde en la londinense catedral de San Pablo, resultó excepcional por la multitud asistente, cientos de miles de personas que encauzaban lo que resultó ser una comitiva real porque se le dio el protocolo sólo reservado a la realeza. El féretro fue llevado en barco por el Támesis hasta la estación de Waterloo y desde allí trasladado en un tren especial hasta el cementerio contiguo a la residencia de Blenheim Palace, casa familiar de los duques de Marlborough, a la que pertenecía Churchill, descendiente directo de aquel general cuyo apellido, adaptado a la fonética francesa y española, quedó como el “Mambrú” que se fue a la guerra, ¡qué dolor, qué dolor, qué pena!

Su vida pública, como corresponsal de guerra, militar y político, tuvo poco de plácida. Participó como observador en la guerra por la independencia de Cuba (1896); como militar había estudiado en la Academia de Sandhurst, donde se forma la oficialidad del ejercito británico; intervino en escaramuzas en el noroeste de la India; en guerra abierta contra los musulmanes seguidores del Majdi que se habían sublevado en el Sudán y contra los boers, protagonizando una espectacular huida del campo de prisioneros en el que estaba internado, a través de la sabana sudafricana, que fue seguida por la prensa de la época como si se tratara de una serie televisiva de las de hoy en día. Tras esa evasión, alcanzó una enorme popularidad, que aprovechó para iniciar su carrera política en el Partido Conservador siguiendo la estela de su padre, quien había sido ministro de Hacienda y, dicho sea de paso, tuvo más sombras que luces como político, distinguiéndose por sus bufonadas parlamentarias. La relación entre ambos fue casi inexistente. Con su madre, nacida norteamericana, sería solo un poco mejor. La política era la pasión de su padre. Otras pasiones más corpóreas ocupaban a su madre: de Jack, hermano de Winston, se dijo que era en realidad hermanastro, hijo de una relación extramatrimonial con un oficial y aristócrata. La falta de afecto por parte de sus progenitores no supuso ningún trauma para Churchill, que recibió la ternura de su niñera, la señora Everest, con quien mantuvo contacto hasta la muerte de esta y que le proporcionó la única experiencia de vida humilde que tuvo en su existencia cuando juntos visitaron la casa de su hermana, casada con un funcionario de prisiones. Pero, no se engañen, “el origen aristocrático de Churchill no fue determinante en su carrera, su entrega y su convicción de que era un hombre con destino eran mucho más fuertes que cualquier lealtad de clase”, anota Roy Jenkins, exministro británico laborista y expresidente de la Comisión Europea, autor de la mejor biografía sobre Churchill escrita hasta el momento (Ed. Península).

La cercanía al pueblo de Churchill resultó su mayor don. Hitler, su antagonista, nunca se acercó a comprobar los resultados de los bombardeos aéreos sobre las ciudades alemanas, calificados por Goebbels con verdad, la única vez en su vida que fue veraz, como “Luft terrorismus” (terrorismo aéreo). Tampoco se esforzó en dar consuelo a los sufridos bombardeados. Por el contrario, Churchill recorría los restos chamuscados y destrozados de las ciudades inglesas, como Bristol, donde tras un espantoso bombardeo en 1941 una mujer que lo había perdido todo, bañada en lágrimas de rabia, “al ver el rostro rollizo y el puro dejó de llorar y agitando su pañuelo gritó con voz ronca: ¡Hurra, hurra!”. Así lo relató Simon Schama (Liberar a Churchill del mausoleo).

“Churchill es lo más tory (conservador) que un tory puede ser”. Así lo describió Franklin D. Roosevelt, el mejor presidente estadounidense, lo más parecido a un aristócrata que los EEUU pueden ofrecer salvo que les salió un tanto rojillo. Cuando supo que Churchill era el elegido como primer ministro por un parlamento que había declarado la guerra a Alemania, Roosevelt aseguró a sus íntimos: “Es lo mejor que tienen los ingleses, aunque se pase medio día borracho”. Sabemos de un dirigente que no fumaba ni dejaba que lo hicieran, abstemio, vegetariano, higienista, moderno en su pasión por los coches y aviones, el primero que hizo campañas electorales volando de ciudad en ciudad. Sabemos de otro que recordaba sus días felices por las botellas que trasegaba, que fumaba unos puros del mejor tabaco cubano, que se desplazaba en barco, que solo en tiempos de guerra cogía un avión donde se tumbaba como podía, poniéndose un camisón de seda que dejaba al aire sus fofos blancos glúteos. Acertijo: ¿Quién era el demócrata y quien el fascista? A estas alturas ya lo saben. El austero, Adolf Hitler, inventor del asesinato a escala industrial. El disipado, Winston Churchill, el hombre que junto con su compañero de lucha Roosevelt y la inconmensurable fe en su destino del pueblo soviético, impidieron que el mal se estableciera en el mundo por 1.000 años. Vicios privados, públicas virtudes, y al revés.

Muchos sostienen que nunca habría sido primer ministro de no haber sido por la guerra. De hecho, perdió las primeras elecciones celebradas tras ella, en julio de 1945, en las que lo británicos decidieron que construir la paz era un asunto para el que la oposición laborista de Clement Attlee estaba mejor dotada. El resultado electoral adverso le pilló en Iparralde, donde estaba pasando unas vacaciones junto a su esposa en la playa de Hendaia. En sus memorias, relata la churchilliana situación de haber asistido a una euskal dantza en Donibane, en la que se durmió sin enterarse de nada. Excuso decir que los bailes fueron tras el almuerzo y Churchill, después de comer y beber, quedaba de cuerpo presente. Los vascos nada tenemos que agradecer a Churchill, que abominaba de Franco pero calibró que la oposición nacionalista vasca y republicana española era incapaz de contener a los comunistas. Nos sacrificó en el gran juego de la política anticomunista como sacrificó la Polonia libre a la que tanto debía.

Y, entonces, ¿por qué? ¿Por qué la figura de Churchill suscita tanta simpatía incluso entre la izquierda británica y europea? Ese santo laico que resultó ser George Orwell contestó por todos nosotros: “Le perdonamos su antisocialismo y su imperialismo sentimental pues la decencia fundamental de Churchill lavaba sus excesos”. Su amigo F. E. Smith dijo en cierta ocasión que Churchill se pasó la mayor parte de su vida preparando discursos improvisados. Pero esos discursos contenían compromisos que cumplía a rajatabla y nos enseñaban cuál es la respuesta ante la adversidad, resumida en la frase final del que fue su último gran discurso en la Cámara de los Comunes, el 1 de marzo de 1955, un mes antes de retirarse: “Never flich, never weary, never despair” (Jamás vaciles, jamás te fatigues, jamás desesperes).