Desde la creación del Estado de Israel, en 1948, ha llovido mucho. El país nació bajo la sombra del Holocausto. Pronto se convirtió en una isla judía en un mar árabe. En su soledad internacional tuvo que hacer frente a la autodefensa no solo de la población palestina sino de los países árabes limítrofes para garantizar su existencia. El temor a una repetición de la Shoah o, en el mejor de los casos, de su expulsión de la tierra prometida, fue un aliciente que le ha permitido enraizarse con fuerza y tesón. No lo han tenido nada fácil porque la desproporción demográfica entre los israelíes y las poblaciones árabes parecía abrumadora. Sin embargo, con fortaleza e inteligencia, con enormes y denodados sacrificios, han ido consolidando un Estado de la nada, derrotando a las distintas coaliciones árabes que han buscado el modo de destruir Israel. Pero la reciente operación de castigo contra la población palestina de Gaza poco tiene ya que ver con este pasado. No es Israel el débil y los palestinos los fuertes, no son los israelíes los que viven pendientes de una amenaza que puede destruir sus instituciones y libertades, sino que, por el contrario, son ellos los que tienen a su merced a millones de palestinos.

Por eso, es hora de que en Israel se comience a educar a las nuevas generaciones en el mensaje de aceptación y de respeto, no de resentimiento y confrontación, sino de acercamiento. Porque la tramposa política colonizadora israelí en Cisjordania o la política represiva en Gaza no hacen más que invitar a que los grupos radicales, como Hamás, se afiancen no ya solo como organizaciones terroristas sino como entramados sociales que, en muchos casos, sustituyen a las propias instituciones palestinas, corruptas y muy débiles, sin más fin que el enfrentamiento violento. Los halcones y ultraconservadores israelíes creen que la única paz que se puede lograr vendrá dada con la expulsión definitiva de todos los palestinos? hombres y mujeres que se van a encontrar en tierra de nadie, resentidos de forma permanente por esta injusticia histórica. Ante tales visiones encontradas, hallar una solución al problema pasa única y exclusivamente por crear un espacio de encuentro que, por supuesto, no incluya la impunidad con la que el Ejército israelí ataca o invade Gaza o, en general, los territorios palestinos causando infinidad de víctimas, en su mayoría civiles, que no están de acuerdo con las acciones de Hamás. Israel se defiende de los cohetes o los actos terroristas mediante acciones militares indiscriminadas, lo cual solo deriva en que los radicales adquieran un mayor protagonismo en este desigual enfrentamiento. Las bombas son ciegas y sordas al dolor. No distinguen a terroristas de inocentes. De ahí que lo único que vemos desde Occidente es miseria y terror, pero no solo por parte de Hamás, sino también de Israel. Un Estado democrático defiende y garantiza la vida de sus ciudadanos pero, también, aspira a la verdad y a la garantía de los derechos humanos.

En Israel, la mayor parte de la población ha legitimado el uso de la fuerza en Gaza. No se ha sensibilizado, en modo alguno, con el sufrimiento ajeno y eso es atroz. No debemos vivir con miedo y odio, e Israel vive presa de su propia memoria selectiva (se olvida de los horrores que los nazis validaron a su paso) y eso impide cualquier atisbo de solución. Vive con el paroxismo del país amenazado, frágil y pequeño, cuando gracias al apoyo de Estados Unidos y a su maquinaria bélica, dispone de los medios y recursos para garantizar con autonomía su seguridad. Los países árabes ya no son una amenaza para la integridad o supervivencia de los israelíes como antaño, Egipto y Jordania se han mostrado proclives a entablar relaciones con Israel. Siria, un potencial enemigo, se desangra por su guerra civil, al igual que Irak o Líbano. Con Irán ni tan siquiera tienen frontera. Cierto es que para cualquier israelí la amenaza terrorista es un temor muy serio imposible de erradicar. Pero no todos los palestinos son asesinos en potencia; solo si se les presiona, si se les ahoga y se les impide vivir con la suficiente dignidad, constituyendo su propio Estado que garantice sus derechos, libertades y bienestar, apoyarán incondicionalmente a Hamás. Claro que la situación en Gaza y Cisjordania es muy preocupante. En mayor medida viven de la ayuda internacional y de la actitud caprichosa de las autoridades israelíes. No se puede seguir así, hay que adoptar medidas que deriven en que los palestinos puedan vivir seguros e independientes, porque la violencia se perpetuará de forma indefinida y, entonces, habrá más víctimas inocentes a sumar a la larga lista existente.

La sociedad israelí ha de asumir una nueva concepción de sus relaciones con los palestinos. Aquí no hay buenos ni malos sino personas que aspiran a vivir en paz. Nadie quiere hacerlo bajo el temor de que en cualquier momento suenen las sirenas de alarma, de que una bomba, un proyectil o un suicida que ha decidido inmolarse arruine su futuro. Y, sin embargo, otras sociedades mortalmente enfrentadas han encontrado unos puntos comunes y han aceptado unas reglas de juego básicas que les han permitido tender ciertos puentes de entendimiento. Israel es, ahora mismo, el responsable de que no haya posibilidad de acuerdo, permitiendo que sea Hamás el que lleve la iniciativa. Tel Aviv ha de cambiar su estrategia.

De seguir así, la batalla contra el terrorismo será todavía más cruenta, porque derivará, si no lo ha hecho ya, en una lucha de supervivencia que implicará a la mayoría de los palestinos que han visto, una vez más, como los israelíes no han dudado en atacar escuelas protegidas por la ONU o destruido su débil tejido económico. No les queda nada. Ante ellos, en cambio, se erigen muros de intolerancia y arbitrariedad. El tremendo número de bajas no debilitará a Hamás, porque otros engrosarán sus filas. El verdadero talón de Aquiles del terror es la paz, el compromiso de las partes por encontrar un modus vivendi respetuoso para todos.