Las impactantes imágenes han servido de portada a una nueva entrega de la serie de terror sanitario global que, esta vez, tiene como protagonista a un microrganismo que en sus 40 años de ejercicio solo había merecido la atención de unas pocas ONG. Mientras se mantuvo confinado en remotas regiones africanas, afectando solo a núcleos rurales, sin producir excesivas víctimas mortales y respetando a blancos y personal sanitario, ni los gobiernos, ni la mayoría de las organizaciones sanitarias, ni la industria farmacéutica se preocuparon por él.

Las farmacéuticas no están interesadas en producir medicamentos para una enfermedad que mata unas pocas personas al año, la investigación solo se impulsa cuando existe el temor a una gran epidemia, ante el pánico de que pueda extenderse a los países ricos o si se sospecha que pueda ser utilizada como arma biológica.

Una amalgama de esos requisitos ha llevado a la poco transparente OMS a decretar el estado de Emergencia de Salud Pública. En el monitor sanitario que vigilaba la evolución de la epidemia han saltado todas las alarmas. La enfermedad se extiende por varios países, el número de personas afectadas y fallecidas crece sin control, muere el responsable de la lucha contra el ébola y, sobre todo, los cooperantes blancos comienzan a padecer las consecuencias de la enfermedad.

Una enfermedad no completamente conocida ni en su desarrollo en el cuerpo humano ni en su vías de transmisión pero que termina matando por las hemorragias que produce este virus originario de los murciélagos, transmitido por monos a la especie humana y perpetuado en ella por las malas condiciones sociales, higiénicas y sanitarias.

No existe ningún tratamiento específico para ella y la vacuna tardará, en el mejor de los casos, al menos un año. Hasta hace unas semanas las únicas medidas disponibles eran la cuarentena, el aislamiento y la terapia de soporte -que trata de mantener las funciones vitales y evitar otras infecciones confiando en que las defensa naturales derroten al virus-. El resultado en África era desalentador, con una mortalidad que superaba el 50%.

Para los occidentales cooperantes, la magia tecnológica puso luz en ese sombrío escenario. Se les administraron anticuerpos de una persona que había sobrevivido a la infección y el ZMApp, un fármaco basado en anticuerpos monoclonales, unas proteínas sintéticas que actúan como imanes pegándose a las células humanas infectadas por el virus y atrayendo a las encargadas de la defensa para que las destruyan. Hoy ignoramos si ha sido la curación natural de la enfermedad o esos tratamientos los que mantienen con vida al médico y a la cooperante americanos.

Mientras, en las antípodas sanitarias y sociales, los límites geográficos de la epidemia progresan como una mancha de aceite y el virus se ha cobrado más de mil vidas y ha infectado a más de 2.000 personas. Un progreso favorecido por razones culturales y sanitarias como el miedo a los extranjeros con trajes extraños que te encierran en un hospital donde acabas muriendo, la atávica patraña africana del robo de órganos, las costumbres tribales de lavar los cadáveres, la extrema escasez de recursos para el tratamiento -con muchos hospitales cerrados- o el temor a la estigmatización comunitaria que supone una cuarentena o un asilamiento.

Un remedio para invertir esa tendencia creciente es el desarrollo de una vacuna o de un medicamento eficaz contra la enfermedad. Apoyándose en ello, la OMS arremete contra los principios científicos y recomienda que se obvien las fases preceptivas previas al uso humano de medicamentos, autorizando la utilización -cuando esté disponible- del ZMApp. Eso sí, tras consultar a especialistas en ética, ya que desde su pésima gestión de la gripe A no ha conseguido librarse del virus de la sospecha de estar influida por la industria farmacéutica. Pero el desconocido ZMApp se ha agotado y, por mucho que la OMS busque atajos para acelerar su puesta en el mercado, tardará meses o años en producirse-igual que el resto de los medicamentos en desarrollo- en dosis suficientes para tratar la epidemia.

Para el economista John Kotter, crear la sensación de que existe un grave problema que necesita solucionarse de forma inmediata es el paso previo para iniciar cambios importantes. ¿Es esto lo que pretende la OMS? Resulta arduo admitir que se autorice, a modo de ensayo clínico a gran escala, la utilización de un fármaco de eficacia no probada y de efectos secundarios desconocidos y lo es más si pensamos que la mortalidad que ha ocasionado el virus del ébola es mínima (menos de 1.500 personas) si se compara con la del SIDA, las infecciones respiratorias, el paludismo y la diarrea infantil (más de dos millones de personas). Más aún si se tiene en cuenta que para estas, en el primer mundo, existen tratamientos eficaces y baratos que no se están ofreciendo donde se precisan por la mezquindad de las farmacéuticas, la desidia de los gobiernos y la abulia de la propia OMS.

Esta segmentación humana en categorías según el lugar de nacimiento se ha hecho patente con el despliegue de medios de las repatriaciones. La siempre confiable ministra Mato afirmó que la enfermedad no se contagiaba si se mantenían unas mínimas normas higiénicas, ya que solo se transmitía por el contacto directo con fluidos biológicos. Frente a su optimismo, la incertidumbre científica sobre el mecanismo concreto ha llevado al Gobierno español a una aplicación descabellada del principio de prudencia, lo que nos ha convertido en espectadores de una teatralización de presupuesto astronómico. Aviones militares, policías, ambulancias, trajes de astronauta y la evacuación y reorganización de un hospital completo que los recortes del Partido Popular habían desmantelado, son solo algunos de los gastos en la cuenta de resultados de este disparatado montaje. ¿No hubiera sido más efectivo -en número de vidas salvadas- dedicar ese presupuesto a dotar de recursos sanitarios a Liberia?

Pero la repatriación del misionero finalmente fallecido apareja otro dilema. ¿A partir de ahora la ciudadanía española será repatriada en aviones militares si el país donde está enfermo o accidentado carece de medios adecuados para su atención? El Gobierno español con este histrionismo sanitario ha sentado un precedente insostenible. Pese a quien pese, esta persona tenía el mismo derecho a una atención sanitaria de calidad que cualquier otro ser humano. Negamos la asistencia primaria a los sin papeles y dilapidamos una fortuna en un traslado de más que dudosa pertinencia médica probablemente con el único objetivo de mostrar al mundo que la marca España está a la altura de las circunstancias. Nos volcamos con una persona justificándolo con el argumento de que ha dedicado su vida a los demás, mientras los otros, los que no se lo merecen, mueren con sus músculos diseccionados por las concertinas de la valla de Melilla.

La epidemia por virus del ébola es más debida a la precariedad de los sistemas sanitarios que a la carencia de fármacos mágicos, por ello, es inaceptable que se pretenda utilizar a una población diezmada por el más mortífero de los virus conocidos como cobayas para el ensayo de un fármaco que no ha superado los mínimos requisitos y que, si resulta eficaz, nunca estará a su disposición. Ofrezcamos fármacos baratos para las otras enfermedades -devastadoras y curables- de África, invirtamos en mejorar sus precarias infraestructuras sanitarias y entendiendo la salud como un derecho de todas las personas, evitemos discriminaciones positivas o negativas basadas en el lugar de nacimiento, en la forma que se perdió la salud o en discursos utilitaristas basados en el currículum.