En 1665 moría el rey Felipe IV, que había asistido a los avatares de la lid secesionista de 1640. Durante diez años ejerció como regente su viuda, Mariana de Austria, hasta la subida al trono en 1675 del hijo de ambos, Carlos II. Mas pronto se advirtió que el nuevo monarca no estaba capacitado para procrear, dada su contextura somática. Siendo todavía príncipe, corrían sobre él estos versos hiperbólicamente mordaces.
"El príncipe, al parecer, / por lo endeble y patiblando / es hijo de contrabando, / pues no se puede tener".
Todo parece indicar que padecía un síndrome de insuficiencia testicular, el de Klinefelter, caracterizado por una inteligencia inferior a la normal y una libido pobre. Hasta tal punto era conocida esta anomalía genética en los mentideros cortesanos que circulaban coplas satíricas, muy del agrado del animal racional hispano. Esta sátira, dedicada a María Luisa de Orleans, su primera esposa, es un ejemplo:
"Parid, bella flor de lis; / en su aflicción tan extraña, / si parís, parís a España, / si no parís, a París".
A pesar de buscarle tras enviudar una recia germana, María Ana del Palatinado-Neoburgo, la naturaleza se empeñó en mostrarse esquiva. En este ambiente de incertidumbre sucesoria una febril actividad asoló rítmicamente las concillerías europeas, convertidas en un hervidero de negociaciones y acuerdos de partición del imperio hispano, que era un suculento manjar para Austria, Inglaterra y Francia. La cuestión fue zanjada por el propio rey en sus disposiciones testamentarias, al nombrar como heredero al Delfín de Francia, Felipe de Anjou, que tomaría posesión de la Corona hispana en 1700. Tras un largo y pomposo viaje llegó a Madrid en 1701. El testamento citado prohibía expresamente la unión de las dos Coronas, hispana y gala.
En principio, las potencias europeas se mantuvieron expectantes ante la promesa de LuisXIV de mantenerse al margen de los asuntos internos hispanos, pero en el mismo año 1701 la actitud del monarca galo de injerencia en los asuntos internos de España y la supeditación del monarca Felipe V a los intereses franceses produjo un aumento de la tensión y la declaración de guerra contra el eje franco-español por parte de la entente anglo-holandés-austríaca. Esta no podía permitir la nítida ruptura del equilibrio europeo a favor del poderosísimo bloque hispano-galo, con enormes posesiones en América y en Europa, especialmente en el Mediterráneo.
Esta confrontación de carácter internacional tuvo una dimensión peninsular, ya que la Corona de Castilla apoyó al monarca testamentariamente elegido, mientras que la Corona de Aragón, sobre todo Cataluña, optó por el rey austracista, el Archiduque Carlos, cuyos derechos legítimos al trono también poseía.
Son explicables las razones de estas divergentes posturas. La opción aragonesa, principalmente dinamizada por la burguesía catalana, prefería al monarca austracista, aliado con Inglaterra y Holanda, porque soñaba con una política económica mercantil al estilo inglés u holandés. La anterior experiencia de la presencia francesa en el período 1640-52 había dejado una impresión muy desfavorable y había perjudicado los intereses de la burguesía catalana, mientras que el período posterior a la contienda, sin represalias, había supuesto un resurgimiento neoforalista y económico de la periferia mediterránea. Resulta paradigmático que el primer golpe de estado producido en España, el de 1667 a cargo de Juan José de Austria, partiese de Barcelona para imponer un cambio de rumbo en la política cortesana, inaugurando una larga y dramática saga con prolongación innumerable en la historia contemporánea. Por otra parte, cabe recordar que la monarquía borbónica se adornaba con una merecida orla de centralismo, autoritarismo y absolutismo, disonante con la tradición política catalana fundamentada en el pactismo y el confederalismo. En suma, la trayectoria demográfica, económica, social y política del Principado catalán en la segunda mitad del siglo XVII fue diferente a la de Castilla y ello explica que la primera optase de forma distinta a la coyuntura de 1640 y también diversa a la opción castellana de 1700.
El posicionamiento castellano ofrece, asimismo, una plausible explicación. El primero que optó por el rey galo fue el anterior monarca fallecido, Carlos II, lo que ya proporciona ab initio el más sólido cimiento legitimidor en una sociedad como la del Antiguo Régimen. Y a pesar de su real y/o hiperbolizada merma intelectual lo hizo, presionado por la pertinente caramarilla cortesana, porque creía que era peligroso enfrentarse a la gran potencia gala, hegemónica en ese momento, y suponía un suicidio tener un enemigo tan poderoso en la misma frontera pirenaica. Pero a este factor estratégico en los mismos inicios de la contienda se sumaron algunos elementos nuevos. La Guerra adquirió carácter de cruzada, y todos sabemos la exacerbación que concita la yuxtaposición de un ingrediente religioso, por experiencias no tan lejanas y recientes. Cataluña y Aragón se sumaron a un bando, el del Archiduque, aliado a potencias tradicionalmente enemigas de Castilla como Inglaterra y Holanda, que, además, eran protestantes, añadiendo a la inquina política la fobia religiosa. Los desmanes que cometían las tropas protestantes, integradas en las huestes austracistas, eran convenientemente magnificados para manipular la opinión pública. Acontecía una curiosa paradoja. Las soflamas clericales en púlpitos y confesionarios, la propaganda mediática y tertuliana de la época, denostaban al Archiduque por su connivencia con los anglicanos protestantes y las tropelías de su soldadesca, mientras que el regalista francés era ensalzado como paladín de la ortodoxia católica. En Castilla se sospechaba que la opción borbónica podía suponer la pérdida de los territorios de los Países Bajos e italianos, pero se veía con indiferencia en ciertos círculos, porque consideraban que su mantenimiento había contribuido sobremanera a la decadencia del imperio español, mientras que la implantación de la monarquía borbónica proporcionaría beneficios y ventajas, pues su ideología centralista, suspirada por muchos, produciría una igualación fiscal y tributaria para todos los territorios.
La guerra, aunque se inició en 1701, alcanzó su eclosión en el decenio 1704-1714, con sucesivos altibajos, distinguiéndose cuatro fases, que a los efectos del espacio de este artículo no deviene imprescindible el desarrollo analítico. Mientras el bienio 1704-1706 coincide con un inicial empuje aliado, entre 1707 y 1708 reacciona el bando borbónico, siendo determinante la victoria de Almansa (1707). Tras un breve período de impasse entre 1709-1712, de nuevo la trayectoria bélica se torna paulatinamente favorable a la tropas franco-castellanas hasta la conquista de Barcelona, tras un asedio por tierra y mar, el 11 de septiembre de 1714. Una dura represión se cernió sobre la antigua Corona de Aragón, especialmente sobre Cataluña, en la que se instauró un gobierno dictatorial bicéfalo, con plenos poderes, el Duque de Brewick, gobernador militar, y Patiño, con poderes civiles.
La situación se había tornado realmente difícil para la resistencia catalana desde 1711, al desvincularse el Archiduque Carlos del problema sucesorio en virtud de la asunción del trono austríaco como emperador en 1711 y la pérdida del apoyo inglés a Cataluña tras un pacto de la corona británica con el monarca francés, Luis XIV. Cuando le preguntaron por esta retirada de ayuda a los catalanes, un Lord inglés contestó, con sinceridad digna de encomio, "Inglaterra no tiene ni odios ni amores eternos, sino intereses ternos". Así han funcionado y funcionan las hipócritas relaciones internacionales.
En el plano internacional la guerra finiquitó con la firma de la Paz de Utrecht (1713-1714), que implicaba el fracaso de la política española continental y mediterránea, pues perdía las posesiones italianas. Inglaterra salía altamente beneficiada, convirtiéndose en potencia hegemónica marítima, al controlar el tráfico del Mediterráneo mediante los enclaves de Gibraltar y Menorca, poseer las claves del comercio americano con el llamado navío de permiso y el aprovisionamiento de esclavos, introducir productos ingleses de contrabando y monopolizar la pesca en el mar del Norte.
En el plano peninsular la dinastía filipista tenía carta blanca, en virtud de la conquista armada, para instaurar la uniformización de todos los territorios, asimilándolos a las leyes de Castilla mediante los llamados Decretos de Nueva Planta, promulgados en 1707, aplicables a los reinos de Aragón y Valencia, en 1716, al Principado de Cataluña y en 1718, al reino de Mallorca.
En el preámbulo de los decretos de 1707 se puede observar la fundamentación argumental con el monarca Felipe V se arroga la facultad de la abolición de los fueros aragoneses y valencianos: rebelión de los habitantes, ruptura del juramento de fidelidad, liberalidad de la concesión de sus fueros y privilegios, diferencia con los restantes reinos, legítima posesión de las Coronas y justo derecho de conquista.
Desaparecieron todas las leyes específicas, es decir, los fueros de los distintos reinos de la Corona de Aragón, sus instituciones privativas en los diferentes niveles de la administración, la moneda propia, los somatenes y la extranjería. Se impusieron las leyes e instituciones castellanas y nuevos organismos como la Intendencia o Hacienda Pública, un nuevo impuesto, el catastro etc.. La Universidad de Barcelona fue trasladada a Cervera, en Lleida, y se promulgaron severas y sibilinas medidas contra la lengua catalana. En la instrucción secreta de 1717, remitida a los corregidores para el ejercicio de sus empleos se afirmaba:
"Pondrá el mayor cuydado en introduzir la lengus castellana, a cuyo fin dará las más providencias más templadas y disimuladas para que se consiga el efecto, sin que se note el cuydado".
Es evidente que el efecto no se consiguió, pues el rescoldo de su recuperación nunca de apagó. La lengua y cultura catalanas resurgieron a partir de la segunda mitad del siglo XIX y hoy gozan de buena salud.