MAÑANA, 16 de septiembre, a las cinco y media de la tarde hora local, tendrá lugar en el Museo Guggenheim de Nueva York un solemne acto en memoria de Thomas M. Messer, fallecido el pasado 15 de mayo. Lo más selecto de la sociedad neoyorquina y de la artes americanas y mundiales está invitado. ¿Que quién era Thomas Messer?

Nacido en 1920 en Bratislava (entonces Checoslovaquia), creció en Praga, donde su padre ejercía como profesor de alemán y de historia del arte y su madre, como música. Estudiante de Química, materia que aborrecía, consiguió una beca para ampliar estudios en la Universidad de Boston. Embarcó en Inglaterra destino a EE.UU. en el Athenia, lo que hubiese sido irrelevante si no fuera porque el buque zarpó el mismo día en que Inglaterra declaró la guerra al Reich alemán y resultó hundido por el primer torpedo lanzado durante el conflicto por un submarino nazi. Más mala potra, imposible. Sin embargo, Messer consiguió ser rescatado y llegó por fin a Estados Unidos. Hay un dicho alemán que previene contra aquel cuya mano ha sido tocada por la desgracia, pues siempre coge el dado equivocado, pero ese no fue el caso de Messer. Tan temprano infortunio no supuso un giro trágico y definitivo para su vida.

Instalado en América, contribuyó al esfuerzo de guerra como oficial de interrogatorio e inteligencia gracias a su dominio del idioma alemán y, ya en la Francia liberada, como oficial del 7º Ejército, librando combates en Holanda y durante la frustrada última ofensiva alemana en los bosques de las Ardenas. En 1944 le fue concedida la ciudadanía americana a la manera de los romanos, que otorgaban la condición de ciudadanos (cives) a quienes primero habían servido como soldados (miles). Y no se trata de una cuestión legal o administrativa, sino también afectiva. Me viene a la memoria una comida en Sabin Etxea con Pete Cenarrusa, en su día gobernador de Idaho, quien recordando su participación como piloto de caza de la marina en el teatro de operaciones del Pacífico durante la II Guerra Mundial, reconocía no haberse sentido verdadero ciudadano americano -era hijo de vascos inmigrantes- hasta enfrentarse en el aire con los pilotos japoneses.

Es un hecho constatado que la biografía de muchos de nosotros a menudo recorre caminos oscuros y extraviados, pero siempre acaba cumpliendo un cierto sentido histórico y la vocación y la necesidad terminan por forzar nuestro destino. Desde luego, eso le ocurrió a Thomas Messer. Finalizada la guerra, estudió arte en la Sorbona de París, ampliando sus estudios en Harvard, donde se graduó en historia del arte y musicología para dar comienzo a una larga y exitosa carrera que le llevaría a ser director de la Fundación Guggenheim en Nueva York durante 27 años. Al cabo de su mandato (1988), con un presupuesto anual multiplicado por diez, fue sustituido por Thomas Krens, el impulsor del Guggenheim Bilbao. Así que de Thomas a Thomas. Otro paralelismo: el gran impulso del Guggenheim de Nueva York tuvo todo que ver con el edifico atrevido y rompedor que Frank Lloyd Wright diseñó y ejecutó como sede y el éxito del Guggenheim Bilbao es consecuencia del edificio aún más atrevido y rompedor que el arquitecto Frank Gehry proyectó. Así que de Frank a Frank.

Sin embargo, a juicio de los expertos, su labor imperecedera consistió en la investigación y promoción de la obra de los más importantes pintores del siglo XX. Artistas como Antoni Tàpies, Gustav Klimt, Paul Klee, Marcel Duchamp o Joan Miró, fueron objeto de su estudio y trato. Resultaría un agravio no citar a Vasili Kandinsky, de cuya obra era el mayor experto mundial, y a Pablo Picasso, con quien se relacionó intensamente. Hablando del pintor malagueño en una larga y amena entrevista con Andrew Decker, de obligada lectura para conocer a Messer y sus opiniones sobre la pintura y los pintores y de fácil acceso por medio de Internet, nos aporta un dato desconocido: la obsesión por la muerte del autor del Guernica: "Pensaba constantemente en ella y finalmente, como buen español, la encaró".

La entrevista merece una recapitulación. Andrew Decker, exdirector de relaciones con los socios del Museo Guggenheim, gran experto en arte contemporáneo, consigue de su entrevistado algunos momentos estelares, como la lacerante relación entre Nina Kandinsky, viuda del pintor, y la anterior amante de este, la pintora Gabriele Münter.

Nina era presa de unos celos infundados pues Kandinsky había roto con Münter muchos años atrás. La cosa no pasaría de ser un chismorreo banal si no fuera porque las exposiciones de la obra Kandinsky corrían peligro de quedarse en nada ante la actitud de Nina, que prohibía fuera colgado cualquier cuadro que proviniera de la colección que el pintor había donado a Gabriele. Tales cuadros, láminas y gráficos habían sido ocultados por Münter durante el nazismo, que había declarado la obra de Kandinsky "arte degenerado", requisándola para beneficio de los jerarcas nazis. Acabada la guerra, Münter los sacó de su escondite y los donó a la municipalidad de Munich, que los expuso en la instituida Fundación Münter, junto al Guggenheim el mejor museo de pintura abstracto del mundo. Messer tuvo que mediar entra ambas mujeres que, por decirlo suavemente, se enseñaban las uñas, y trajinó lo suyo hasta que Nina dio su brazo a torcer.

Las no menos complicadas relaciones entre Harry Guggenheim, presidente de la fundación de su apellido, y su prima Peggy son destripadas en la entrevista con sinceridad desacostumbrada. Y, por cierto, la exuberante personalidad de Peggy no gusta a nuestro personaje, por más que le reconozca conocimientos artísticos superiores a su primo.

Messer cumple con creces uno de los tópicos atribuidos a los sabios, pues era una perfecta nulidad en las cuestiones referentes a la vida corriente, bien se tratara de la administración de sus bienes, el valor de las cosas, su sustento o su vestimenta. Tuvo la fortuna, y entiéndanlo en todas las acepciones de la palabra, de conocer y desposar a Remedios García Villa, filipina y lista como una ardilla. Fue su amor, única esposa, mánager, administradora y todo lo que les plazca añadir. Al hilo, me viene a la cabeza la hermosa y práctica simbiosis entre Eduardo Chillida, a quien Messer impulsó en Nueva York y con quien mantuvo una amistad de por vida, y Pilar Belzunce. Más si en el caso de la pareja vasca toco de oído, hablando de Messer y García Villa puedo entonar la primera personal del singular, pues durante años disfruté las vacaciones del mes de agosto puerta con puerta con Thomas y Reme, como él le llamaba. Bien puedo decir que Thomas sin Reme era una entelequia, reducido a su mundo del arte y sin otra finalidad que proseguir el resto de su existencia inmerso en la pintura y la música. ¿Es posible tal cosa? Ayuda mucho ser un hombre discreto y transigente, como Messer era y como ratificaría Juan Ignacio Vidarte, director del Guggenheim Bilbao, que también le trató, y ayuda también la comunidad donde uno vive, siempre y cuando no lo empeore.

En esto también los dados le fueron propicios. Cap Sa Sal se llama un pequeño saliente de roca mineral expuesto a todos los vientos, siempre entreverado de sal incrustada a golpe de mar, situado en la cala de Aiguafreda de la localidad de Begur (Girona). En ese lugar, fin de trayecto con el Mediterráneo por barrera, tuve a Messer como vecino. En verano, el microcosmos de setecientas personas que habitan el edificio zumban como colmena humana pero con una peculiaridad: puedes vivir tu vida a despecho de la algarabía del resto y puedes disponer de una buena asistencia prestada por los empleados. Y llegado a este punto, doy entrada al señor Vilalta, administrador de la comunidad, quien una vez fallecida Reme y aventadas sus cenizas al mar desde el Cap Sa Sal, se hizo cargo de la abundante papelería de Messer. Escrituras, facturas, su testamento ológrafo y notas manuscritas han sido pacientemente ordenadas por el administrador y me han servido para mejor describir a mi fallecido vecino. Cap Sa Sal dispone de un espléndido hall con una galería acristalada de 180 grados de panorámica desde la que se divisan, como si fuera el puente de mando de un monumental navío, las islas Medas, el cabo de Creus, punta más oriental de la península, y la mar abierta. El hall tiene como techo una amplia cúpula tipo bóveda catalana de excepcional sonoridad. Algunas mañanas, sol entrante, los vecinos disfrutábamos de unos conciertos de excepción. La señora Tubella, viuda de Mastrosimone, interpretaba al piano de cola del hall a Rachmaninov; el señor. Gentil, de la Prefectura de Paris, jazz libre; y el señor Messer, a Mozart. Si les llama la atención tanto tratamiento de señora y señor, no deben olvidar que Begur es el Baix Empordá, que forma parte de la Catalunya Vella (Vieja); es decir, todo el país catalán que se extiende al norte del río Llobregat, nunca arabizado y Marca del emperador Carlomagno. Por lo tanto, cualquier parecido con el Rosellón o la Provenza francesa, sea en arquitectura civil o religiosa, sea en comportamientos sociales, incluido el tratamiento señorial, no es pura coincidencia.

¿Que quién era Thomas Messer? Un personaje factura del siglo XX. Cosmopolita a la fuerza, como tantos otros en el siglo de los desplazamientos humanos por fuerza de guerras y hambrunas, se movió a sus anchas por los dos mundos, Europa y América. Sabio en el conocimiento de las artes y de las gentes; sin alardes ni pedantería. Nada que ver con los personajes en boga del mediático y globalizado siglo XXI, esos a los que llaman celebrities, ingrávidos y vacuos, y ¡ay! a los que debemos obligadamente conocer para poder decir que estamos al día mientras ignoramos a los Messer.

Otro imperecedero, William Shakespeare, ya nos advertía contra esa inversión de valores:

"De ver cómo es el mérito mendigo nato

Y ver alzada en palmas la vil nulidad

Y el arte amordazado por la autoridad

Y el genio obedeciendo a un docto mequetrefe

Y llamada simpleza la simple verdad"

Thomas Messer, que los vientos de Cap Sa Sal le sean favorables en su nueva singladura.