"Lo inevitable nunca sucede, siempre viene lo inesperado" (John Maynard Keynes)
DE lo que no se puede hablar, hay que callar", sentenciaba Ludwig Wittgenstein, el filósofo más destacado del siglo XX. Tal vez acabe lamentando no haber hecho caso de tan atinado consejo pero, aun a sabiendas del riesgo, voy a cometer la osadía de disertar sobre complejos problemas de economía solo al alcance de expertos entre los que no me encuentro, y ustedes lo saben.
Sabrán también que John Maynard Keynes (Cambridge, 1883-Firle, Sussex, 1946), amigo por cierto de Wittgenstein, fue el primer economista que elaboró una teoría de la producción en su conjunto y, por lo tanto, el inventor de lo que hoy llamamos macro-economía. Antes de Keynes, los economistas estudiaban los ciclos económicos como si de plagas bíblicas se tratase -años de vacas gordas y flacas, depresiones y procesos alcistas- sobre los que poco podía hacer el hombre para corregirlos más allá de proponer los diferentes usos posibles y factores alternativos de los siempre escasos recursos (tales como el agua, combustibles, minerales y alimentos). También había economistas profetas del colapso inevitable del sistema capitalista, Marx por todos ellos. Mientras tanto, la sabiduría popular veía las recesiones económicas como el castigo por los antiguos pecados, pues la prosperidad duradera lleva a la imprudencia, codicia, corrupción y mal comportamiento generalizado. Keynes, a contracorriente, sostenía que: "La razón principal del bajo nivel de vida no es la falta de recursos o la desigual distribución de las rentas, sino la incapacidad de usar correctamente los recursos existentes, mano de obra, capital o el conocimiento. El éxito o fracaso económico no son los recursos sino lo que se hace con esos recursos".
Keynes había nacido en una familia de prestigiosos intelectuales y políticos ingleses. Su padre era catedrático de filosofía y su madre llegó a ser alcaldesa de Cambridge. Hombre de mundo, además de profesor universitario, perteneció al Grupo de Bloomsbury, una especie de sociedad de mutua admiración, la más inteligente, esnob y vanguardista de la Inglaterra pos victoriana, cuyo núcleo estable lo componían escritores, críticos de arte y pintores como Virginia Woolf, Lytton Strachey o Duncan Grant. Con menos frecuencia, participaban otros personajes igualmente interesantes y quizás más conocidos entre nosotros, como Robert Graves, autor de Yo, Claudio; y Gerald Brenan, memorialista e historiador, autor del ensayo sobre la Guerra Civil española El laberinto español. Keynes, economista y más pragmático, ayudaba a las siempre escasas finanzas de todos aconsejándoles en sus inversiones y jugando a la bolsa por ellos. Se puede decir, por tanto, que Keynes practicaba lo de predicar y dar trigo. Siempre, claro está, que la simiente la aportasen los interesados.
Keynes tuvo ocasión de contrastar sus teorías en situaciones económicas apocalípticas. Tras la I Guerra Mundial, se convocó la Conferencia de Versalles, donde las potencias vencedoras decidieron el destino de Alemania imponiéndole indemnizaciones y todo tipo de reparaciones económicas como castigo por haber iniciado y perdido la guerra. Keynes, quien participaba como asesor, aconsejó, no siendo escuchado, un tratamiento a Alemania no revanchista y de ayuda para la superación de los efectos de la contienda. Keynes también previó lo que sucedería en caso contrario: crisis económica e institucional, agitación social y revolucionaria y otra guerra. Así, en Las Consecuencias Económicas de la Paz (noviembre de 1919), escribió: "Si dejamos que siga la bancarrota y la ruina de Europa, afectará a todos a la larga, pero quizás no de un modo violento e inmediato. Esto tiene una ventaja. Podemos tener todavía tiempo para meditar nuestros pasos y para mirar al mundo con nuevos ojos. Los acontecimientos se encargan del porvenir inmediato de Europa y su destino próximo no está ya en manos de ningún hombre. Los sucesos del año entrante no serán trazados por los actos deliberados de los estadistas, sino por las corrientes desconocidas que continuamente fluyen por debajo de la superficie de la historia política, de la que nadie puede predecir las consecuencias. Solo de un modo podemos influir en estas corrientes, poniendo en movimiento aquellas fuerzas educadoras y espirituales que cambian la opinión. La afirmación de la verdad, el descubrimiento de la ilusión, la disipación del odio, el ensanchamiento y la educación del corazón y del espíritu de los hombres deben ser los medios".
Estas opiniones resultaron, lo hemos dicho, objeto de polémica; y de hecho no se tomaron en consideración. En concreto, el premier británico, Lloyd George, apodó a Keynes el Puck de la economía en referencia al personaje de Sueño de una noche de verano de William Shakespeare que clamaba: "Señor, qué locos son los mortales", frase que, por cierto, siempre me ha parecido que sirvió de inspiración al "¡Están locos estos romanos!" de Astérix el galo.
Luego llegó otra situación apocalíptica, el Crack económico que se inició con la llamada crisis de Wall Street en 1929. El análisis de Keynes resultó diferente al del resto de los economistas. Y certero. Negó que la causa de la crisis fuera un castigo inevitable por el derroche, la codicia o la imprudencia del pasado: "Nos hemos metido nosotros mismos en un desorden colosal, fallando en el control de un mecanismo delicado cuyo funcionamiento no comprendemos", sentenció, continuando: "El problema estaba en el exceso de préstamos. Ante un tipo de interés bajo en los préstamos, se puede obtener un crédito a un coste mucho más bajo de lo que esperaban ganar. En esa situación, Hoover (presidente de los EE.UU.) decidió subir los impuestos y recortar el gasto público". Como resultado, el desempleo llegó a alcanzar el 25% y la crisis se agudizó. ¿Qué es lo que había fallado en la receta de más impuestos y más recortes prescrita por Hoover? La variable que faltaba en su análisis para comprender lo sucedido era la deuda. La deuda de las familias y coincidente denegación de créditos a las empresas contrajeron la demanda y lo que en principio era una crisis financiera acabó siendo una crisis de la economía en su conjunto y global en su extensión porque gran parte de los países resultaron afectados. ¿No les recuerda a la situación que estamos viviendo? La equivocada política económica del presidente Hoover llevó a Keynes a la siguiente conclusión: "En última instancia, la prosperidad económica no depende del genio de unas pocas personas sino de la escala en que se pueda producir gente competente en todos los estratos de la sociedad". Lo cual me parece una observación atinada y de plena actualidad. Hoy día, observamos que no hay líderes carismáticos salvadores sino profesionales en todos los estamentos sociales aplicándose en buscar soluciones, sector por sector.
El acierto entonces, y posible ahora, se sustentó en varias decisiones complementarias entre sí:
Primera, abogar por un dinero barato. Y en eso estamos de acuerdo con el Banco Central Europeo cuando baja los tipos de interés
Segunda, controlar el capital. Asunto primordial pues seguimos sin conocer los balances reales de bancos y cajas de ahorro y, por tanto, la real disposición de quien tiene que insuflar dinero a las empresas.
Tercera, primar los ajustes de los países acreedores. Tema pendiente hasta las próximas elecciones del 22 de setiembre en Alemania. De ellas saldrá un gobierno de continuidad si Merkel repite con holgura u otro que, al contrario, apoye políticas de crecimiento si Merkel pierde o llega a necesitar socios de gobierno y estos le presionan para cambiar las agujas del tren en la vía de un sola dirección de recortes y austeridad seguida por la canciller alemana, quien se comporta como un martillo para el que todos los demás somos clavos.
Keynes sostenía que "la estabilidad de los precios interiores (salarios incluidos) es de primordial importancia para evitar un nivel de desempleo y una redistribución de la riqueza que perjudicaran al tejido social". Lo cual me lleva a hacer una confesión. Subscribo la política de austeridad hasta ahora mantenida, porque creo que ha sido necesaria pues, como dijo Goethe, "quien no acierte con el primer ojal, no acabará jamás de abotonarse"; pero ha llegado el momento de aplicar la cuarta decisión que fue entonces parte del acierto: favorecer un mayor consumo a través de una activación de los créditos, siendo conscientes de que la línea roja a no traspasar es el gasto deficitario masivo.
La renta de un país no es más que la contrapartida de un gasto. Si todos limitamos nuestros gastos, el resultado será que limitaremos nuestras rentas, lo que a su vez irá seguido de una mayor restricción en los gastos. Y esa activación del consumo hay que hacerla ya, pues el largo plazo es una vía inadecuada para estudiar los sucesos actuales. Como el mismo Keynes dijo en cierta ocasión, "a largo plazo, todos estaremos muertos".
En una depresión como la presente, ahorrar más reduce la cifra total de ahorro, porque bajar el gasto implica una bajada de la producción y de los ingresos y, por lo tanto, del ahorro general. Y el peor déficit viene de las recesiones, por lo que -y sería la quinta decisión a tomar- rebajar los impuestos, como Keynes propuso, tanto a los particulares como a las empresas es medida crucial para evitar profundizar en la recesión.
El presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt escuchó a Keynes, pues sabía que "el hambre y la falta de trabajo son las materias de las que están hechas las dictaduras", y se adentró en ese intrincado camino cuyas etapas sucesivas son: primero, la esperanza, los ya olvidados brotes verdes; después, el miedo, paro desbocado y abatimiento empresarial; y finalmente, la confianza cuando las medidas correctoras comienzan a dar sus frutos, recuperándose empleo y circulando el crédito. Así fue y así esperamos que será. Roosevelt comenzó la transformación de la economía americana sabiendo que lo inevitable, el colapso del sistema, nunca sucede. Y desde esta convicción favoreció, mientras Keynes le soplaba al oído, la llegada de lo inesperado, una economía saneada y modernizada.