La ley del buzoneo
Marisa ha dejado de ir a trabajar. No tiene ni fuerzas ni ganas. Odia el momento en el que sale a la calle con el carrito y comienza la ronda por el barrio. En el portal 2, el energúmeno de los piropos zafios. Analfabeta es la cualidad a la que más alude. "¿Acaso no sabes leer?", le pregunta siempre, pero ella nunca contesta. Claro que sabe, pero en casa le esperan su marido en paro y dos hijos de seis y cuatro años. Tiene que cumplir con lo que se le ordena: introducir la propaganda en los buzones, aun cuando los vecinos hayan expresado su voluntad contraria. Si no, no cobra. Marisa es un nombre ficticio, pero representa la situación real de los trabajadores del buzoneo. La CNT va a iniciar una campaña contra los insultos y agresiones que sufre este colectivo, poco visible, pero a fin de cuentas, trabajadores normales, que bien cabrían en el surrealista escenario que Isaac Rosa describe en su obra La mano invisible, entre la limpiadora y la teleoperadora. Agresiones, sí, hasta ese punto ha llegado el odio hacia unas personas que se juegan su integridad física porque la marca en cuestión quiere que su propaganda acabe en el buzón del 5º B y no colocada en la escalera de acceso al portal. "No somos carteros", se defienden los trabajadores, pero a las empresas que pagan (poco, pero pagan) les da igual y les obligan a introducir el panfleto en cada ranura. "No sois carteros", dicen los vecinos sabedores de contar con la ley en su mano. Ese es, precisamente, el problema. Y, esa es, concretamente, la demanda del sector: una regulación.