me ocurrió hace unos días. El niño se había dormido en el camino de regreso a casa y decidí dejarle alargar un poco la siesta. Con el coche aparcado y el pequeño cabeceando en su sillita del asiento de atrás, saqué un libro del bolso y me sumergí en su lectura, aprovechando el ansiado momento de tranquilidad que escasea una vez que una se convierte en madre. Unos diez minutos después un fuerte estruendo acabó con la calma. Un golpe seco que movió el coche por completo. Suerte que, precavida como soy, había puesto el freno de mano. Levanté la vista y comprobé cómo otro coche, de marca BMW, trataba de aparcar delante del mío, mucho más modesto. Su conductor pertenecía a esa especie, cada vez más extendida, que aparca de oído. Todo un arte para el que hay varias modalidades. Están quienes, antes de iniciar la maniobra, apagan la radio para escuchar mejor el momento en que su coche colisiona con el vehículo estacionado detrás. Otros prefieren guiarse por la vista. Con la mirada fija en el retrovisor interior, avanzan con la marcha atrás puesta hasta que ven moverse el turismo en cuestión. Normalmente se van de rositas. No esta vez. Salí del coche y avancé hasta situarme junto a la ventanilla del conductor. Le pedí explicaciones. La respuesta, que no me había visto. O sea que le dio el golpe al coche porque pensaba que estaba vacío, si no lo habría evitado. Todo un detallazo, me quedo mucho más tranquila. Por cierto, el niño siguió durmiendo.