AL plantearse uno el tema de su participación en las próximas elecciones generales del día 20 de este mes, la primera pregunta que se hace es la relativa a la utilidad o inutilidad de votar o, dicho de otra manera, de si su voto será útil para algo o no. Teniendo en cuenta que, en todo caso, el voto de cada uno puede ser útil siempre que se una al de otros que voten como él. Uno mismo decidirá libremente si vota o no. Pero si decide hacerlo, para que el ejercicio del derecho a votar sea propio de una sociedad democrática, es necesario que lo haga en libertad. De no ser así, la convivencia cívico-política está viciada de raíz. No sería una convivencia democrática. Sin libertad no hay democracia, por muchos que sean los calificativos que a esa palabra le queramos añadir.

La libertad es una dimensión compleja de la existencia humana. Y lo es mucho más, si esa libertad se sitúa en su contexto social y concreto. Lo contrario a la libertad es lo que llamamos coacción. Uno no es libre si opta coaccionado desde fuera de sí mismo. Entre nosotros se dice que, en contra de lo que antes sucedía, podemos ahora expresarnos libremente en temas sociales y políticos. La razón de ello estaría en el hecho de que ETA ha renunciado a la violencia armada y, por ello, podemos libremente ir a votar. No podemos, sin embargo, ignorar el hecho de que una parte importante de la sociedad vasca tiene que recurrir a la vía de un colectivo que no es su partido político. Ello supone una importante limitación de la libertad. Es necesario afirmar también que existen presiones sociales muy fuertes, sobre todo en ciertos lugares caracterizados por una fuerte politización. En esas circunstancias, la libertad social es una valiente conquista.

Pero existe otra libertad que toca a dimensiones más profundas de nuestra propia personalidad. Actuar en libertad exige tener la posibilidad de escoger. Quien no escoge no ejerce su libertad. Por ello, si se trata de votar en libertad, será necesario que uno escoja votar, siendo consciente de que puede no hacerlo. Habiendo decidido hacerlo, habrá de tomar la decisión de a quién votar y por qué, a no ser que decida votar en blanco, lo que es también una manera de votar. Finalmente, para que la propia decisión sea auténticamente libre, debe tener en cuenta las razones que le han llevado a actuar como ha actuado. No es razonable insistir en que la persona tiene derecho a votar libremente si es indiferente ante lo que hiciera o dejara de hacer.

La dignidad de la persona radica en su capacidad de actuar en conformidad con sus propias convicciones, creyendo que lo que hace es lo mejor para lograr lo que pretende alcanzar. En este caso, no es otra cosa que el "bien común", el bien de toda la comunidad.

Ante la dificultad de cada uno, de valorar el proyecto político de cada partido, dada la complejidad de aspectos que integran el bien común, puede ser una vía razonable la de dar el voto a aquellos que "me merecen más confianza". Esta actitud se expresa en quienes dicen: "¿Yo? A los de siempre". Esta forma de actuar se basa en la autoridad intelectual o moral que algunos partidos o personas pueden merecer por su comportamiento a lo largo de los años. Esta forma de actuar, sin embargo, no debe impedir que uno mismo se plantee también si no existen razones particulares que le lleven a reconsiderar su actitud y a tomar la decisión que a él mismo le parezca más adecuada en este momento histórico concreto.

La gestión o ejercicio del poder público debe estar ordenado al servicio del bien común inspirado éste en los valores éticos de la verdad, la justicia, la libertad y la solidaridad y, en definitiva, en el compromiso indeclinable de solucionar los problemas más perentorios del pueblo. Esta puesta en práctica del bien común tiene una dimensión ética: el reconocimiento y el respeto efectivo en la práctica de los derechos fundamentales de todas las personas. Es cada persona quien ha de hacer en conciencia su propio juicio ético. La dignidad de cada persona hace que su responsabilidad ética sea inalienable. Lo que no ha de impedir que, en la elaboración de ese juicio, no pueda contar con la ayuda de otras personas o instituciones de las que uno se pueda fiar. Tal es el caso, por ejemplo, de los católicos que, en su comportamiento ético relativo a las elecciones, no pueden ignorar la doctrina ético-moral de la Iglesia sobre los diversos aspectos individuales y colectivos de la existencia y el comportamiento de la persona.

Sería equivocado sacar de lo dicho la conclusión de que toda la enseñanza ético-moral de la Iglesia, tanto la relativa a los comportamientos individuales como sociales, haya de ser asumida y convertida por el poder del Estado, en normas jurídicas vinculantes para todos. El Estado, en el ejercicio de la "prudencia política" que ha de inspirar su actuación, decide sobre las normas relativas a los comportamientos de los ciudadanos para lograr el bien común. La diversidad de las opciones hechas por los partidos políticos en temas o comportamientos individuales o sociales vistos en su totalidad, debe ser lo que constituya la pluralidad en la que cada ciudadano habrá de elegir al emitir su voto. Si esa diversidad no existiera, no habría lugar a una posible pluralidad de opciones ya que todos deberían votar a la misma opción entre las diversas ofrecidas.

Lo que no debe ser obstáculo para que cualquier persona o institución pueda denunciar el carácter inmoral de ciertas formas de actuar permitidas por las leyes del Estado o la perversión antinatural de ciertas maneras de entender instituciones estrechamente vinculadas con el bien común o, en su caso, a declaraciones que incidan en el ejercicio del derecho a votar libremente.