a finales de junio tuvo lugar la última sesión de control del Gobierno Vasco y, como cabía esperar, varios diputados mostraron al consejero de Sanidad su honda preocupación y malestar por el camino que lleva la normalización del euskera en Osakidetza. PP y PSOE, como buenos compañeros de viaje, han coincidido una vez más en lo fundamental: la valoración del euskera en las oposiciones de Osakidetza discrimina. ¿Por qué? Respuesta fácil: hay desigualdad entre los aspirantes. Y aciertan. Es más, han descubierto el Mediterráneo. Mayor potencial discriminatorio que el atribuido al euskera -18% de los méritos- tienen la antigüedad y la formación continuada (82%) y, por supuesto, el examen. Y son muchos los ciudadanos que se sienten discriminados por la exigencia de antigüedad. No puede ser de otro modo, puesto que, ¿en qué consiste un proceso selectivo público? En el establecimiento de criterios que distingan entre los candidatos, que mostrando las diferencias permitan elegir a los más idóneos en beneficio del servicio a los ciudadanos.

Así que, una vez concedida la razón al que la tiene, pasemos de la epidermis a la dermis del argumento. ¿Es cierto que la valoración del euskera establece condiciones de partida distintas para los ciudadanos? ¿Hay que defender el principio de igualdad de opción frente a este criterio? Esta vez tengo que lamentar no estar de acuerdo con los aliados, y no puedo menos que poner sobre la mesa algo tan evidente como que el caballo blanco de Santiago es blanco: todos los aspirantes tienen que superar los mismos requisitos. Si esta igualdad, rigurosamente exigida en la ley, hubiera sido vulnerada, hace tiempo que el euskera habría sido barrido de las oposiciones por unos jueces habitualmente proclives a coincidir ideológica y sentimentalmente con socialistas y populares en los temas vascos.

Pero, siendo legal, ¿es esta valoración excesiva? Entramos en el ámbito de lo subjetivo, donde pesa mucho la sensibilidad humana y cultural, y también la identidad nacional de cada uno, además de intereses más o menos confesables. Como decía líneas arriba, son legión los jóvenes que eliminarían de raíz la antigüedad de los baremos en los procesos selectivos. Para evitar polémicas estériles, me limitaré a resaltar la impecable lógica que avala una significativa estimación de las lenguas oficiales en una comunidad bilingüe, así como la todavía muy insuficiente capacidad de la Administración para cumplir con su obligación de tratar con igualdad a los euskaldunes, clientes de los servicios públicos y trabajadores de estos mismos servicios. Asimismo, no parece propio de buenos gestores cargar sobre el conjunto de la sociedad el coste de la formación para el aprendizaje de euskera de los funcionarios cuando es exigible en el acceso al empleo público en una sociedad que dispone de un sistema educativo bilingüe y, como resultado, de un mercado laboral capaz de cubrir las necesidades lingüísticas de la Administración. Con todo, algunos ciudadanos han decido construir su currículo personal de espaldas a la realidad cultural e institucional de nuestra sociedad: por ellos se desvelan López, Basagoiti y Rafael Bengoa.

Afortunadamente, ya ha caído por el peso de lo evidente la tristemente difundida falacia de que la valoración del conocimiento de euskera motiva la carencia de profesionales sanitarios o es causa de una cierta discapacidad profesional: los profesionales escasean en todo el Sistema Nacional de Salud, y los últimos estudios de la OMS todavía no demuestran que el euskera tenga efectos neuro-paralizantes. Pero a populares y socialistas les queda obstinarse en el mantenimiento difuso de una idea también inconcreta que postula la existencia de una agresión étnica subyacente al supuestamente excesivo impulso institucional del euskera. En esa dirección camina la asombrosa afirmación de que la política lingüística heredada por el actual gobierno daña la libertad de los ciudadanos monolingües, cuya lengua, el castellano, es la única normal en cualquier ámbito. Esta alusión a la libertad dista mucho de ser inocente y en nuestro país no puede menos que connotar una intrínseca relación entre la defensa del euskera y la violencia, como recientemente ha dejado caer el lehendakari en uno de sus frecuentes patinazos verbales. El último recurso es pues empeñarse en el mantenimiento políticamente útil de una falsa imagen de Euskadi, desmentida también por el acceso universal al conocimiento del euskera y por la pluralidad cultural de los muchos miles de ciudadanos que han acreditado los perfiles lingüísticos.

No en vano, populares y socialistas son los continuadores de la tradición liberal española y francesa que, con unas pocas excepciones, siempre ha considerado que todo lo que no sea étnicamente francés y español es privilegio y contrario a la igualdad, es decir, diferente a ellos mismos, pues una patria étnicamente francesa o española es la base de la construcción nacional liberal. La identificación entre igualdad civil y uniformidad lingüístico-cultural ha tenido diversas expresiones históricas, más o menos radicales, pactistas o posibilistas, pero su misma existencia y prevalencia permite vislumbrar que, bajo diversas pieles, tales como comunismo estalinista, socialdemocracia, liberalismo jacobino o patriotismo constitucional, se oculta un sentimiento nacional y una identidad que busca su expansión.

Estas consideraciones permiten comprender otro de los choques acaecidos en la última sesión de control. El consejero Bengoa tiene dificultad para asumir los argumentos del Ararteko cuando este afirma que el bajo número de quejas presentadas por los euskaldunes se explica por el paradigma del poder, que dificulta la pública manifestación del descontento de discriminados y oprimidos. Afirma el Ararteko que el paradigma se ve muy reforzado en los servicios sanitarios, donde la posición del ciudadano es singularmente débil, como en los juzgados. El paradigma del poder justifica las políticas proactivas de los poderes públicos en relación con las mujeres maltratadas, con la miseria, las drogodependencias, minusválidos y con cualquier tipo de explotación social, independientemente de su visibilidad, pues su retraimiento ante el poder se entiende parte de la condición de oprimido. Sin duda, el consejero aprecia este principio de apoyo a la acción solidaria, pero lo ignora cuando se trata del euskera: ve en la falta de quejas un aval de su política lingüística.

El caballo blanco de Santiago es blanco, no solo en español, sino también en euskera. Y, hablando de Santiago, viene a cuento recordar que la mayoría de los vascos esperamos de nuestro gobierno que ayude a desmontar al santo, para que deje por fin de salvar España. El consejero Bengoa tenía la obligación de contribuir a ello impulsado el Plan de Euskera de Osakidetza, pero, como le han recordado en el Parlamento, este no avanza desde que tomó el cargo. ¿Hasta cuándo?