Pocos sabían, a finales de los años 70 en la parroquia de San Juan Bautista de Burlada, que aquel pequeño monaguillo que recitaba las letanías y que esperaba con ansia el fin de la misa para acudir al frontón acabaría siendo una de las grandes figuras de la pelota. El chaval en cuestión era Rubén Beloki Iribarren, quien nació el 8 de agosto de 1974, en una modesta vivienda de la calle San Bartolomé de Burlada, y como único hijo de un matrimonio de trabajadores con arraigo pelotazale. Eso sí, hizo falta poco tiempo para que se incorporara a la gran familia del frontón local: su padre, albañil de jornada y entrenador de vocación, y su tío, companion de zapatilla, moldearon al pequeño Beloki con enseñanzas de humildad y esfuerzo. A los 12 años, acostumbrado a encalados muros y raquetas de madera, comenzó a despuntar en los campeonatos escolares de Navarra. Su primer gran triunfo llegó en 1991: campeón de España aficionado en mano individual, batiendo a rivales curtidos pese a su corta edad.
Pero nada preparó al frontón para el estallido de 1992. Con solo 17 años, Beloki fue llamado a defender los colores estatales en la exhibición de pelota mano de los Juegos Olímpicos de Barcelona. El 1 de agosto, ante el imponente respaldo de la Cubierta de Sant Jordi, venció al francés Philippe Hirigoien por un claro 22-12. Aquella presea dorada fue más que un título: fue la carta de presentación de un talento decidido a marcar época.
El salto al profesionalismo
Tan solo veinte días después de su hazaña olímpica, el 21 de agosto de 1992, Beloki debutó como profesional en San Sebastián. A su lado, el botillero Carmelo Argüelles, artífice de su puesta a punto, y un puñado de seguidores que intuían que asistían al nacimiento de un fenómeno. Lo que tal vez no calculaban era la magnitud que iba a alcanzar ese fenómeno.
Las primeras campañas no hicieron sino confirmar las expectativas. En 1993, se enfundó el título absoluto de segunda categoría, un trampolín ineludible hacia la élite. El año siguiente, ya en primera, se midió con colosos de la raqueta como Retegi y Eugi, templando la muñeca y afinando la táctica. Fue en 1995 cuando, con apenas 20 años, rubricó su primer Manomanista: un 22-15 frente a Aitor Errandonea que le consagró como el campeón más joven de la historia del torneo. Su ascendencia sobre la pelota no menguó: regresó al trono en 1998, 1999 y 2001, ediciones en las que se midió en épicas finales a Patxi Eugi, Olaizola II y Retegui. Cada encuentro reafirmaba su sello: una pegada poderosa, un deje de elegancia al remate y una capacidad para rehacerse tras un parcial adverso.
Palmarés de oro y rivalidades de altura
El palmarés de Beloki es uno de esos que da vértigo verlo y que rebosa trofeos por los cuatro costados. Cuatro cintas de campeón Manomanista, dos Campeonatos de Parejas (1996 junto a Etxaniz y 2003 al lado de Olaizola II), un Cuatro y Medio (2001) y la Copa Lehendakari de Parejas (1998) completan su vitrina. A eso hay que sumar dos cetros nacionales aficionados (1991 y 1992) y medallas de bronce en competiciones de exhibición.
Su rivalidad con Patxi Eugi definió una época. Aquel duelo navarro, cargado de intensidad y alternancia de parciales, capturó la atención de los aficionados y colocó la final de 1998 -victoria de Beloki por 22-13- entre los mejores partidos de la década. Con Olaizola sangraba la frescura juvenil, mientras que Retegi le exigía precisos ajustes tácticos: aulas de aprendizaje para un zaguero que no dejaba de reinventarse. Más allá de nombres, sus encuentros siempre fueron sinónimo de respeto. Pocos deportistas han cosechado tantos elogios por el juego limpio y la elegancia, virtudes que Valga Remigio, director del circuito en aquellos años, definía como “la huella más dura de borrar”. La ausencia de controversias en toda su carrera es tan reseñable como sus títulos. No se asocian a Beloki episodios de escándalo ni reproches de conducta; su reputación permanece pulcra, construida golpe a golpe con deportividad.
Vida extradeportiva: proyectos, familia y compromiso
Se retiró oficialmente de la alta competición en diciembre de 2011. Su despedida fue en el Labrit junto a Olaizola II y se enfrentó a Bengoetxea VI y Begino. Lo hizo por todo lo alto, disfrutando de cada segundo de una jornada que pasó a la posteridad por la multitud de aficionados que se dieron cita en La Bombonera para despedir al burladés. Beloki cerró aquel capítulo con la Medalla de Oro al Mérito Deportivo del Gobierno de Navarra.
Sin embargo, su actividad no menguó. Entre 2007 y 2010 impulsó el hotel rural Plazaola en Irurtzun junto a su colega Joseba Nagore, adentrándose en la empresa turística con la misma disciplina que le forjó en el frontón. Su implicación social también marcó trayectoria. En 2001 se convirtió en presidente de la asociación de pelotaris Eskutik, liderando la renovación de estatutos y la defensa de derechos laborales. Más tarde, se sumó a campañas contra la trata de mujeres (#metachodemacho) y acudió a numerosos colegios para transmitir valores de esfuerzo y trabajo en equipo.
Padre de tres hijos y residente en Gorraiz, Rubén aleja a diario la fama con planes sencillos: excursiones al monte, jornadas de caza con la cuadrilla de Burlada y domingos en familia. Cuenta que lo más gratificante no fue el estruendo de un frontón lleno, sino el silencio cómplice de sus chicos aplaudiendo cada golpe de pelota en el frontón del barrio.
La segunda carrera: de técnico a taxista
La pelota reclama a sus hijos aunque renuncien al cetro. Beloki aceptó el reto y, hasta el 31 de diciembre de 2019, ejerció como técnico-intendente para Baiko, cuidando la preparación física y mental de jóvenes talentos. En su etapa de formador apostó por combinar tradición y nuevas metodologías, lo que le valió el apodo de “profesor de promesas”.
Superada esa etapa, Rubén se embarcó en un oficio muy distinto: conductor de taxi en Pamplona. A sus 50 años, patrulla las calles de la capital navarra junto a otros expelotaris, entre anécdotas de aficionados y confidencias de viajeros. “No es un retiro, es cambiar de pista”, asegura, y añade: “La pelota me persigue; cada carrera la presumo como otra gran final”. En los últimos años ha recibido homenajes de Burlada (una plaza con su nombre) o cofradías gastronómicas (“caballero del Cuto Divino”), pese a ello, su anhelo sigue siendo sencillo: que sus hijos crezcan con los pies en la tierra y que la pelota conserve el espíritu de pueblo que le vio nacer.