Fue un momento histórico, cuando Clinton orquestó la ceremonia de la firma de los Acuerdos de Oslo de 1993 en los jardines de la Casa Blanca. Uno de los episodios más difíciles del día fue convencer al primer ministro Yitzhak Rabin de que estrechara la mano de Yasser Arafat. Todos en Israel recordaban la teatral intervención de Arafat en las Naciones Unidas de 1974. Desafiante, hizo una dramática entrada en el salón de la Asamblea General vestido de uniforme y exhibiendo una pistolera al cinto. Pero no era el uniforme o la canana lo que preocupaba a Rabin aquel día. Era la costumbre de Arafat de abrazar y besar tres veces a sus contertulios durante las ceremonias políticas.

Sandy Berger, asesor de Clinton, estaba junto al presidente cuando este dijo a Rabin que no tendría más remedio que estrechar la mano de Arafat. Fue como darle puñetazo en el estómago. Se quedó sin habla por un momento. Lo consideraba un terrorista. Tras un lapso de unos segundos, respondió a Clinton: “Está bien. ¡Pero nada de besos!” Rabin comprendió en aquel momento trascendente un apretón de manos tendría gran importancia como símbolo de su voluntad de ahondar en el proceso de paz. Ese 13 de septiembre de 1993, Clinton presidió uno de los segundos más soberbios de la historia contemporánea. Aquel apretón de manos ha sido recordado como el amanecer de una nueva esperanza para la paz en el Medio Oriente.

Benjamín Bibi Netanyahu, líder del Likud, aprovechó la coyuntura para hacer heno bajo el sol. Todo lo que la oposición necesitaba era colocar a Rabin en el centro de la ira de los ultras, y sembrar odio y disensión. Durante 1994 y 1995, el Likud y sus aliados políticos orquestaron una campaña de descrédito del líder laborista. Distribuyeron pósteres en los que se mostraba a Rabin en uniforme de la SS o ataviado con un keffiyeh junto a Arafat haciendo referencia a la “traición” que había supuesto negociar con “asesinos” y “terroristas”.

El 30 de octubre de 1995, durante un incendiario discurso de Netanyahu en Jerusalén, éste reprobó los esfuerzos y políticas de paz del gobierno progresista, incluidos los Acuerdos de Oslo. La ingeniería verbal de su discurso estaba calculada para generar el máximo nivel de tensión política. Alimentó la narrativa de los líderes políticos y religiosos más conservadores según la cual retirarse de la tierra prometida era una herejía. Netanyahu acusó al gobierno de Rabin de estar “alejado de la tradición y los valores” de su pueblo y se aseguró de diseminar esa saña a través de la arena política del país. Los rabinos más fundamentalistas invocaron el din rodef, un principio de la ley tradicional que permite ejecuciones extrajudiciales en casos de “legítima defensa”. “Es preciso matar a Rabin y demoler el acuerdo de paz para salvar a Israel”, era el mensaje.

El 4 de noviembre de 1995, el Partido Laborista organizó una manifestación por la paz en Tel Aviv. Rabin habló de reconciliación y compromiso por última vez. Después del discurso, el militante ultra Yigal Amir le disparó tres tiros a bocajarro por la espalda. Murió poco después.

Clinton se vio realmente afectado por el asesinato de Rabin y cuando Shimon Peres se presentó en su lugar en las elecciones de mayo de 1996, apoyó decididamente su candidatura. Pero, contra todo pronóstico, el bloque conservador Anti-Oslo ganó con un 50,50% de los votos contra el 49,50%. Durante los siguientes cuatro años, Netanyahu hizo todo lo que estuvo a su alcance para inmovilizar el proceso de paz. Después de los ataques del 11 de septiembre y durante los años de la Guerra contra el Terror de la administración Bush (2001-2008), el sucesor de Netanyahu, Ariel Sharon, demostró ser un firme opositor de los Acuerdos de Oslo. La irrespirable atmósfera política de la era Bush le permitió enterrar el proceso de paz y, como paladín de la “seguridad nacional”, bombardear Gaza insistentemente. Era en 2004, cuando puso en marcha la Operación Días de Penitencia.

Del enfrentamiento con Obama

En 2009 Netanyahu fue nombrado primer ministro de Israel por segunda vez. Los años de Obama en la Casa Blanca (2009-2017) estuvieron marcados por un fuerte enfrentamiento con el líder del Likud. Netanyahu se opuso abiertamente a la política de Obama con respecto al acuerdo nuclear con Irán y el 28 de septiembre de 2012 pronunció un discurso ante la Asamblea General de la ONU en el que explicó su teoría de la “línea roja” de uranio enriquecido, afirmando que si Irán alcanzaba el 90% de la cantidad de ese material necesario para construir una bomba, se convertiría en “un riesgo intolerable para Israel”… y habría guerra. Fue aún más lejos y decidió hacer algo que ningún otro primer ministro israelí había hecho. En represalia por el apoyo de Clinton a Shimon Peres, apoyó activamente al candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, Mitt Romney, en 2012. En su discurso en el Congreso afirmó que “todos debemos unirnos para detener la marcha hacia la subyugación y el terror de Irán”, y calificó a Obama de “ingenuo” por impulsar un acuerdo con Irán. Obama ganó las elecciones de 2012, pero Netanyahu continuó con su improductiva política de agresión y mano dura que no ha dado sino un resultado: elevar el número de muertos y hacer cada vez más difícil cualquier acuerdo civilizado.

La cuestión dio un nuevo giro durante la presidencia de Trump (2017-2021). Netanyahu había sido embajador de Israel ante las Naciones Unidas y ambos se conocieron en los círculos sociales de aquel New York de los 80. Los “viejos colegas” compartían ideas y opiniones, como la adopción de una postura más “asertiva” contra Irán. A instancias de Netanyahu, Trump torpedeó el acuerdo nuclear con Irán y convenció a éste para trasladar la embajada de Estados Unidos a Jerusalén y secundar la ocupación de los Altos del Golán. Medidas tan populares como transgresoras del derecho internacional. El enardecimiento de las masas que abordaron el capitolio el 6 de enero de 2021 no es sino una adaptación de la maniobra netanyahuniana de 1995.

A la traición de Trump

Pero el romance estratégico que había encorsetado a la política estadounidense en Medio Oriente durante casi tres años se enfrió cuando Trump decidió retirar las tropas del norte de Siria sin informar previamente a Netanyahu. El Likud vio en ello una traición a la alianza entre los partidarios de la guerra, y a los kurdos que combatían junto a ambos países en dicho teatro de operaciones. Finalmente, la amistad entre ambos se desvaneció abruptamente cuando el 12 de octubre de 2023 Trump se refirió a la declaración de guerra de Netanyahu como “un acto de traición” a la política estadounidense en Oriente Medio. “Nos ha decepcionado”, declaró Trump, “después de que Estados Unidos le hiciera un favor asesinando al general iraní Qassem Soleimani en 2020…”

Netanyahu adoptó en 1993 el dogma de la “necesaria parcialidad”, y lo ha convertido en la piedra angular de su política electoral durante tres décadas de hostilidad. Él y el Likud entienden que la búsqueda de la paz y las políticas de apaciguamiento les cuestan votos: la ortodoxia germina en tiempos de conflicto. En consecuencia, la guerra proseguirá mientras no emerja una alternativa progresista. Netanyahu es uno de los resultados más estériles del conflicto, un capricho de la guerra y, a día de hoy, uno de los mayores obstáculos para la paz.