Al comienzo de cualquier guerra, es habitual que todos los contendientes crean que van a ganar, aunque al final se demuestra que tan solo la mitad de ellos tuvo razón. Y esto ocurre también en la guerra de Ucrania, que ha cumplido ya más de un año. Al principio, los que observaban la situación desde fuera daban por seguro que para Rusia sería un paseo militar y que el conflicto acabaría rápidamente con una capitulación ucraniana.

Quienes siguen los medios informativos norteamericanos, las crónicas de la muy respetada Radio Pública Nacional y escuchan las declaraciones de líderes occidentales, se han convencido de que los rusos están al final del camino y a punto de perder la guerra irremisiblemente, a pesar de las ventajas que les dan su extendida geografía, su mayor peso demográfico y una larga inversión en armamentos.

Incluso tienen armas atómicas, algo que también tenían los ucranianos al final de la Guerra Fría, pero hubieron de desprenderse de ellas tanto por las presiones rusas como por las occidentales, que no querían riesgos de conflictos atómicos en los territorios del desaparecido Pacto de Varsovia.

La OTAN no podía desarmar los sistemas nucleares rusos, pero sí podía quitar las armas atómicas de los arsenales de sus vecinos y con ello creía reducir el riesgo de un desastre militar. Las crónicas y los análisis de nuestros medios informativos occidentales son hoy más bien triunfalistas y admiran la capacidad de resistencia del David ucraniano frente al Goliat ruso, aunque en este caso David sea menos débil que el de la Biblia porque recibe armas y municiones avanzadas de los aliados de la OTAN.

Pero esta visión no es la única y también circula otra versión, centrada en la capacidad rusa de resistir, los antecedentes históricos de un pueblo que sobrevivió ataques de países y ejércitos más fuertes y las ventajas geográficas y demográficas rusas.

Esta es, naturalmente, la versión que promueven el Kremlin y sus amigos, pero no hay razón para descartarla sin considerar la posibilidad de que no vayan tan descaminados como nos hacen creer los informes positivos de medios occidentales, que en general beben de las fuentes del Pentágono.

Y hay unos aspectos que permiten, por lo menos, dudar del optimismo de estos medios. Uno de ellos es el número de efectivos que ambos contendientes pueden enviar al frente: es posible que los soldados rusos están mal preparados y poco motivados, incluso que hayan sido reclutados a la fuerza y contra su voluntad. Pero en el otro bando simplemente están muy limitados los repuestos, tanto porque Ucrania tiene una población mucho menor que Rusia, como por la disposición de los aliados de la OTAN a enviar a sus propios soldados.

Es algo que nadie desea. Pero además, la disposición de las sociedades occidentales para entrar en semejante conflicto es mínima, por no decir nula.

Las declaraciones del presidente ucraniano Zelenski de que “Estados Unidos tendrá que enviar a sus hijas e hijos a luchar en este conflicto” parecían, no sólo una aberración sino también un error político del líder ucraniano: la perspectiva de que sus familiares vayan a un frente lejano y peligroso es probablemente inaceptable para el ciudadanos norteamericano.

Hay sectores importantes de la población de Estados Unidos que prefieren gastarse el presupuesto público en mejorar la situación dentro del país, con mejores escuelas o más seguridad pública. Por otra parte, también temen reducir las defensas del país si envían demasiadas armas a Ucrania.

Esto da una ventaja natural a Rusia porque, hasta ahora, las guerras se han ganado o perdido sobre el terreno que se recorre a pie, por muy sofisticada que sea la aviación o las armas a distancia. Quizá las nuevas tecnologías hagan que la situación cambie, pero de ser así nos hallamos en un terreno desconocido y cualquier pronóstico es lotería.

Cierto que Estados Unidos tiene la capacidad económica e industrial para fabricar y suministrar armas que aumenten sus arsenales y puedan empujar hacia Ucrania la balanza del conflicto, pero esto no quiere decir que Washington esté dispuesto a desviar sus recursos y desatender sus propias necesidades económicas y defensivas. Especialmente cuando la población norteamericana tiene pocos intereses más allá de sus fronteras y el aislacionismo ha sido una constante en los casi tres siglos de historia del país.

Se podría ver un paralelismo entre esta guerra ucraniana y la guerra de secesión en Estados Unidos que también empezó con los dos bandos convencidos de su victoria. En el Sur estaban los mejores militares y la disposición a luchar, pero el Norte tenía más reserva en hombres y en capacidad industrial.

Aunque la comparación no parece correcta, porque Rusia no goza del desarrollo económico occidental y tal vez la calidad de sus armas podría ser inferior, es probable que pueda compensar con creces esta desventaja debido a su extensión y el número de soldados que puede emplear. Algunos ven en este conflicto incluso una versión moderna de la guerra civil española, no por el enfrentamiento entre las sociedades rusa y ucraniana, sino porque los demás países observaban el conflicto y aprendían lecciones para un futuro que no tardó mucho en llegar con la Segunda Guerra Mundial. Con la perspectiva de casi un siglo, aquella guerra se puede interpretar mucho mejor que la actual.