El presidente ruso ya lo avisó nada más llegar al Kremlin. Su misión era devolver a Rusia el lugar que le corresponde como superpotencia y parece haberlo conseguido sobre el papel, aunque Rusia sea un gigante con pies de barro. Ahora, a sus 65 años, tiene otros cinco años para consolidar más aún esta misión. “No es un farol. ¡Créanme!”, aseguró al presentar el nuevo arsenal nuclear ruso en el discurso sobre el estado de la nación.
Putin ya no compite con nadie, sino consigo mismo y con la historia, convencido de que ésta le absolverá por haber hecho frente al imperio estadounidense. Poco importa que, una vez superada la bonanza petrolera, Rusia siga siendo un país atrasado -con más de veinte millones de pobres-, que sepa hacer tanques pero no teléfonos móviles y que la economía esté estancada hace una década. Lo importante para él es la imagen de su país en el mundo.
Temido y admirado a partes iguales en el exterior, Occidente no tenía un rival de tal calibre desde tiempos de la Guerra Fría. A ojos de los rusos, la sangrienta guerra de Chechenia le coronó como el salvador de la patria; la intervención militar en Georgia le consolidó como un líder temible; la anexión de Crimea le consagró como el nuevo zar de todas las Rusias y la cruzada en apoyo de su aliado sirio Bachar al Asad le convirtió en un líder universal.
Putin ha conseguido en casi dos décadas un apoyo popular que ni soñaron sus coetáneos, no digamos sus antecesores en el Kremlin. Recibió un país de rodillas al que le devolvió el orgullo nacional. Con honrosas excepciones, un siglo después de la Revolución Bolchevique los descendientes de rojos y blancos apoyan unánimemente la política exterior de Putin, desde la recuperación de territorios a la guerra antiterrorista en Siria. “Un imperio no puede ser democrático. Para ello, primero hay que dejar de ser un imperio”, comentó a Ludmila Alexeyeva, activista y eterna candidata al premio Nobel de la paz. Quizás por eso, Putin ni quiere ni puede ser un líder demócrata. No es lo que le exige su pueblo, que apenas ha podido saborear la auténtica libertad durante breves momentos antes y tras la caída de la Unión Soviética. Desde su llegada al poder maniató a la oposición al Kremlin hasta el punto de que no hay ningún partido opositor con representación parlamentaria. Parece cansado, pero no dispuesto a abandonar el poder hasta dejarlo todo atado y bien atado.