Son recuerdos de infancia feliz la mía, mezcla de hurdano y goierritarra. Veranos de charco y bici marcados por curas constantes que me tenían que hacer en casa, después de la infinidad de tortazos que me pegué. Tres meses en un pueblo de menos de 200 habitantes que enriquecíamos cada verano los nietos de los emigrados: caminaba descalzo por aquí y por allá, iba a las fincas de los abuelos, al portal de la iglesia a jugar a cartas, al balón o el futbolín, para terminar el día compartiendo aventuras “a la fresca” de la noche.
Una vez, jugando al bote-botero, salté un muro de hormigón, sin reparar en el alambre que había justo en la linde que daba a un jardín, y quedé colgado de él para luego salir rebotado hacia atrás, de espaldas. Me rasqué el cuello de lado a lado y la aplicación de agua oxigenada, que era lo que se llevaba entonces, requirió que dos de mis tíos me sujetaran de pies y manos sobre la cama, mientras mi padre me aplicaba el sanador líquido.
Nos bañábamos en arroyos, cazábamos ranas y saltamontes, y alguna noche cogimos la moto o el coche para ir a ver uno de los frentes del incendio forestal de turno. Es impresionante cuando el fuego salta de un lado a otro de la carretera, como por arte de magia. Era el momento de salir pitando.
Hoy, se me antoja otro mundo en el que no veo a mis hijos. Y me apena.