Los habitantes del pequeño pueblo huyen del calor. La luz tenue convierte la habitación en un refugio. El barómetro de la terraza trasera de la casa marca 43ºC. Agosto aprieta, igual que los sueños de verano que no se cumplieron en julio, cuando recortamos por última vez la hierba del jardín. En algún lado de la casa alguien ve ciclismo. Quizá no lo esté viendo y en realidad eche la siesta ante el televisor y se despierte cuando los cuatro ciclistas escapados alcancen el último kilómetro, dispuestos a jugarse al esprint lo que no ganaron en los 176 kilómetros anteriores. Como los sueños de julio. En la habitación, planea una mosca pese a la mosquitera y la persiana a medio echar. Hasta la muralla más fuerte tiene grietas. Las moscas lo saben y zumban en su vuelo. Bzzzzz. Sobre la cama, una mujer de 32 años —quizá un hombre— echa la siesta. A punto de caerse y de hacer un ruido que la despertará, el fino libro de Andrea Köhler que leía antes de caer rendida, El tiempo regalado. Ha llegado casi al final, a la cita de Hans Blumenberg. “Somos esos seres que albergamos infinitos deseos en una vida finita”. Como las noches de verano de deseos infinitos. Noches que, mientras crece la hierba del patio que cortamos en julio, se acaban. Como la etapa que 176 kilómetros después se juega a la hora de la siesta en un sprint.